Un elemento indispensable en el desarrollo de la humanidad es el lenguaje. La oralidad, en cualquier idioma ha sido la base de la cohesión social. Favorece la comunicación y el entendimiento y su uso en forma positiva sirve para establecer acuerdos que se consideren necesarios para fines que rebasan el ámbito personal.
En forma negativa también se usa para señalar los diferendos, marcar los desacuerdos y hacer expresa la hostilidad o el enfrentamiento. Pero su uso práctico parte de la premisa de que para que sea útil tiene que haber cuando menos dos, un emisor y un receptor que establezcan una comunicación circular. Hacerlo así, convierte a la comunicación en un ejercicio dialectico, en especial cuando se refiere a asuntos comunes que afectan a la colectividad.
En sociedades democráticas como fue la ateniense, por la vía oral se dirimían los conflictos y se tomaban decisiones sobre asuntos públicos y definiciones políticas, la exposición verbal de ellos dio lugar a la oratoria como medio de convicción en un sentido o en otro, y con ella nació la retórica que ordena y presenta los argumentos en forma tal que los haga creíbles y posibles, aunque no necesariamente lo sean.
Aristóteles considera a la retórica como una contrapartida de la dialéctica en especial porque ambas pueden referirse a cuestiones que atañen a todos pero sus enfoques son diferentes. Mientras que la retórica es “la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente” (Retórica cap. 2) y su fin es persuadir; la dialéctica es el arte de “razonar sobre todo problema que se proponga a partir de cosas plausibles” (tópicos 100a18).
En este país, a siglos de distancia de las definiciones aristotélicas, la retórica se ha convertido en instrumento de gobierno, predominando sobre la dialéctica. A diferencia de la antigüedad en la que se usaba para persuadir a jueces y asambleas deliberativas, aquí se ha convertido en vehículo para la difusión de una entelequia llamada cuarta transformación, que tiene en un solo ser el principio de su acción y su fin, según la definición filosófica, perfectamente aplicable al momento actual. Lejos estamos de un ejercicio de reflexión colectiva en el cual se valoren y reconozcan las razones de los divergentes, por el contrario, la descalificación está presente en el discurso plagado de entimemas que desvían la atención sobre lo principal hacía razones emotivas o viscerales que predisponen el juicio público y lo enfrentan con la razón.
La comunicación circular que debiera existir para hacer posible el crecimiento armónico y equilibrado de la sociedad está impedida por un gobierno que no escucha, solo mandata.
La comunicación que debiera haber, marcha en vías paralelas. En una, las razones y la crítica y en la otra la descalificación, el insulto, silogismos verbales para dibujar una realidad creíble solo para los convencidos. Por un lado hay una extensa comunidad crítica, empeñada desde hace cuatro años en señalar yerros, desaciertos, atropellos a la constitución y a las leyes, destrucción y debilitamiento de la estructura institucional, uso arbitrario del poder y recursos del estado para fines político electorales, el fracaso de las políticas contra la corrupción, la inseguridad y la salud pública, entre tantas otras fallas o errores gubernamentales; y por el otro lado la reiteración de un discurso clasista, aunque lo atribuya al contrario, de revancha social, de acendramiento del odio, de llamados a la aceptación de un proyecto social que nadie conoce y que a cuatro años no ha mostrado resultados positivos, como no sea el paliativo de las becas y pensiones para hacer menos notorio el empobrecimiento y la disminución del potencial de la economía nacional.
No hay posibilidad alguna de que las razones de ambos se expongan y valoren. Las tribunas nacionales de las cámaras en el Congreso están copadas por mayorías dogmáticas en las que los argumentos se contestan con consignas y las instrucciones presidenciales contenidas en iniciativas, que ni siquiera se leen, se aprueban sin debate.
No hay espacios para la deliberación civilizada que pueda llevar a consensos necesarios para tener viabilidad como nación. Es el imperio del discurso carente de argumentos, la retórica que en contrapartida de la dialéctica y al igual que ella, usa los mismos problemas comunes sin razonar sobre lo técnico ni derrotar con razones, basada solo en un particular concepto de lo justo mantiene alimentado el discurso maniqueo y a la sociedad dividida entre conservadores y liberales, entre convencidos prosélitos y adversarios ideológicos, miembros de una imaginada geometría política que parte al país en dos mitades.
En los hechos, la retórica de la transformación no se sostiene, pero fiel a la recomendación aristotélica abunda sobre las causas comunes para disfrazar su incapacidad de vencer razonamientos técnicos. Comunicación vertical donde el diálogo con los diversos brilla por su ausencia, perfilando un futuro en el que la realidad corre por vía paralela pero en sentido contrario a lo que el discurso dibuja.
Inicia un nuevo año que deseo sea venturoso para todos. Que el pesimismo no opaque las luces de la esperanza y la confianza en la fortaleza y madurez de la sociedad mexicana. Feliz 2023.