¿Porqué un gobernante que llegó al poder con 30 millones de votos y mantiene aceptación mayor al 50% se empeña en promover una acción de revocación de mandato que nadie, salvo una legión menor de exaltados, propone o quiere? Es un caso único en el mundo, en el que el propio gobernante, a mitad de su mandato, no solo propone, insiste, en que se realice la revocación de mandato establecida en el artículo 35 de la Constitución mexicana.
Bien dicen los que aseguran que Kafka sería catalogado como conservador en este país. Lógicamente inexplicable, la intención es políticamente comprensible pero refutable, más propagandísticamente insuperable. Independientemente de que la instrucción gubernamental no se haya cumplido en el poder legislativo, al no haberse aprobado el periodo extraordinario donde se presentaría la ley reglamentaria correspondiente, y de que sea imposible reunir los requisitos que la disposición constitucional impone para que se lleve a cabo, por una oposición dispersa y no dispuesta a seguirle la corriente al presidente; reunir las firmas del 3% del listado nominal y que este corresponda a su vez al 3% de la lista de cuando menos 17 estados es algo que la estructura gubernamental no puede hacer más que violando la ley, que le impide promover esta revocación.
Esto no impedirá que el titular del ejecutivo lance cuanta invectiva le dicte su intelecto en contra del INE y los tribunales electorales y cuanto adversario imagine y por tanto, la imagen de un cruzado democrático cabalgando entre obstáculos será ampliamente difundida para lograr su anhelado pase a las páginas históricas como el gran transformador.
Pudiera entenderse que el afán transformador que guía los actos del presidente, sin embargo, a estas alturas ya debiera haberse dado cuenta que no es con estos ejercicios de autoritarismo con los que ha impuesto consultas irregulares y llevado a cabo la primera oficial, sumamente desairada e intrascendente, como va a transformarse la vida política nacional. El presidente equivoca la dirección de la mira con la que pretende modificar la democracia mexicana, no es atacando a las instituciones, a los árbitros y jueces de las contiendas electorales, ni promoviendo ejercicios insulsos como puede darse paso a la democracia participativa.
Es un hecho que los partidos ya no representan a los ciudadanos y que estos a su vez exigen una mayor participación en las decisiones, pero lo peor que nos puede suceder es que transitemos a una democracia plebiscitaria que solo puede conducir a la paralización o ralentización del desarrollo, a la nulificación de las capacidades ejecutivas del gobierno y en última instancia a la anarquía.
Lo que debe sacudirse es el régimen de partidos. Actualmente se han vuelto membretes al servicio de camarillas de notables, más preocupados por cuidar sus intereses e integridad personal que por representar a la militancia que dicen tener. Han dejado de ser escenario del debate ciudadano para la obtención de propuestas y enriquecimiento de sus plataformas ideológicas, para convertirse en franquicias de siglas a la venta para el usufructo de oportunistas, corruptos y corruptores del ambiente político nacional.
Si el presidente quiere en verdad influir en el enriquecimiento de la vida democrática mexicana, no son las instituciones encargadas de los procesos los que deben transformarse, sino los partidos políticos. El régimen de subsidios y prerrogativas y la vigilancia para evitar que sean, como hoy, estructuras burocráticas para legitimar decisiones de sus cúpulas. Hacer de ellos verdaderas instancias de participación.
Dan pena los membretes partidistas, antes ideológicamente irreconciliables y hoy unidos por la disputa del poder. El papel de los partidos debe cambiar para que su representatividad sea real. Contrasta que en materia laboral, la democracia avance forzando a los sindicatos a ser más representativos de las bases obreras, y no se esté haciendo lo mismo con los partidos políticos. La política clientelar con base en los apoyos gubernamentales que sigue su partido, es antidemocrática y corrompe la voluntad ciudadana, al igual que en otros partidos es censurable el oportunismo y el alejamiento de las bases doctrinarias y principios por conveniencia electoral.
El presidente equivoca el camino, el cambio no debe ser hacia una democracia plebiscitaria, sino al perfeccionamiento de la representativa, pero para ello es necesario empezar por los partidos, incluido el suyo. El tráfico y comercio que se hace actualmente con las posiciones no le es desconocido, como tampoco la manera ilegal y corrupta con la que se mantienen liderazgos y se financian carreras políticas.
Transformar a los partidos, devolverle la dignidad a la política, desterrar la corrupción y la protección de intereses desde las cúpulas partidistas, hacer un trabajo ético y junto a la ciudadanía, esa será la verdadera transformación, no la instauración por capricho de prácticas o modelos de participación ciudadana que nunca han demostrado ser efectivos para la transformación o el desarrollo de un país. No es normalizando lo que debiera ser extraordinario y de excepción, como se habrá de dignificar la vida política nacional, sin embargo, la discusión provocada evita el debate sobre la realmente importante problemática nacional, cada vez más agravada y apremiante, requerida de verdaderas acciones de gobierno alejadas de la agenda electoral.