Para caer en la desvergüenza, no necesariamente se necesita ser un sinvergüenza. Pero ambos calificativos caen redondos para categorizar a la clase política actual, principalmente la que integra la administración lopezobradorista, aunque no tiene la exclusividad.
Para la Real Academia de la Lengua Española, la desvergüenza es un dicho o hecho impúdico o insolente, mientras que un sinvergüenza es un bribón, una persona que comete actos ilegales en provecho propio o que incurre en inmoralidades.
Salvo algunas excepciones, que debiera haber, aunque para encontrarlas tuviéramos que necesitar la lámpara de Diógenes, los ejemplos que confirman que ambas condiciones privan en la administración pública y en la política nacional, pululan. Empecemos por lo más significativo.
Se necesita mucha desvergüenza para proponer como ministra de la Suprema Corte, a una persona que no tiene la capacidad, los conocimientos ni la experiencia para ocupar tan alta responsabilidad, peor, hacerlo con tal insolencia que insulta a un poder de iguales y lo más grave, demerita e impide la correcta impartición de justicia en perjuicio de los ciudadanos.
A la vez, se es un sinvergüenza si se asume el cargo a sabiendas de su incompetencia, de la inmoralidad que representa vestir una toga sin merecimientos ni conocimientos que lo sustenten justificando su ignorancia con el atrevimiento de ostentarse como ministra del pueblo.
El pueblo no juzga ni aplica leyes a no ser que se quiera la justicia de Robespierre, o sea “la aplicación inmediata de la justicia republicana (guillotina NA) con el objetivo de neutralizar a los enemigos de la república” (Wikipedia)
De igual forma, es una desvergüenza imponer como Fiscal de la Ciudad de México a un incondicional que carece del título para ocupar el puesto y son unos sinvergüenzas los que conspiran para expedirlo, registrarlo y exhibirlo en tan solo unos días, sin el sustento académico que lo soporte.
A estas notorias desvergüenzas se pueden sumar otras, como nombrar antropólogos como encargados de sistemas de salud, o agrónomos para administrar Pemex, o cobijar y proteger al autor, por comisión u omisión, del más grave y evidente latrocinio en Segalmex, ni sancionar a quien tiene responsabilidad por la muerte de decenas de migrantes en los refugios-prisión que son los albergues del INM.
Hay una gran desvergüenza en celebrar la reinauguración de la línea 12 del metro, sin hacer una sola mención a las víctimas del siniestro causado por la negligencia y la corrupción, y sin que haya una sola acusación sobre los culpables.
Es vergonzante y cínico, proclamar honestidad cuando hay una bruma densa sobre el financiamiento de su modo de vivir sin trabajar, de sus campañas y el enriquecimiento de los hijos, y los testimonios de allegados, cercanos, recibiendo dinero de dudoso origen.
Hay una gran inmoralidad en promover y anunciar violaciones flagrantes a la constitución como medidas redentoras, cuando no pasan de ser resortes electoreros para inducir percepciones de justiciero, cuando solo se exhibe a un gran demagogo.
Pero la desvergüenza recae no solo en una persona, concentradora a ultranza del poder, sino también en los sinvergüenzas que componen la caterva que integra nuestra desvergonzada clase política.
Sinvergüenzas son los diputados y senadores que aprueban leyes sin conocerlas, por consigna y abyección, como lo son los líderes de fracción que someten, presionan y cohechan para acatar la voluntad presidencial.
No escapan a esto los representantes de la oposición, mercaderes ambiciosos, protectores de sus canonjías y espacios de influencia con los que lucran, regatean y logran impunidad para la lista de sinvergüenzadas que son su historia.
Tampoco los tránsfugas de partidos que con procacidad e impudicia se asumen críticos de los institutos que les dieron oportunidad y fortuna, para abrazar idearios y liderazgos que, horas y días antes denostaban y rechazaban. Cinismo puro en una clase política compuesta por aventureros audaces carentes de consistencia ideológica con insaciable ambición.
Respetable en algunos que quieran rescatar algo de dignidad ante el abuso de dirigencias, que como en el caso del PRI, utilizan las siglas para lograr inmunidad, pero injustificable en otros guiados por la búsqueda perenne de curules o posiciones.
Tanto convivir y aceptar tal desvergüenza y descaro tiende a generar la percepción de la aceptación y sometimiento, a tal grado que la campaña oficial nos ofrece más de lo mismo, y la oposición reacciona sin proponer.
La derrama de apoyos en efectivo en una población cuyos ingresos provienen en su mayoría de la informalidad, ha creado un espejismo al que quieren que sigamos persiguiendo, aunque el costo sea seguir soportando tanta sinvergüenzada.
A ese paso, convertirnos en un país de cínicos no es remoto, como tampoco lo es que mayorías mediatizadas prefieran la comodidad del asistencialismo a la creación de riqueza por el esfuerzo propio.
Cargar con la vergüenza de seguir siendo conducidos por insolentes desvergonzados, es una amenaza que hoy se ofrece como promesa. La muerte, la violencia y la negativa del estado de derecho, es la normalidad transformadora.