El proceso sucesorio adelantado llega ya al terreno de las vísperas. Formalmente el año electoral inicia en septiembre y las precampañas a partir de noviembre, sin que esta formalidad legal haya sido un obstáculo para que el partido en el gobierno realice campaña abierta entre y con sus aspirantes, y la oposición, unida en un frente amplio, haya hecho lo propio aunque con más decoro legal y menos presupuesto.
Por lo visto, será una elección entre dos bloques políticos fuertes y la presencia testimonial e interesada de un partido con una apuesta controvertida. En todos estos protagonistas, priva la desconfianza como un común denominador en sus actos. En el partido oficial, hay desconfianza en el proceso y resultados de la encuesta que han definido como método para elegir candidato. Las denuncias de utilización de recursos públicos, acusaciones y sospechas sobre posibles deserciones han sido la nota en la semana anterior.
Por su parte, el bloque opositor, con un proceso más transparente, ha depurado su lista de aspirantes dejando solo tres para competir en una elección que podríamos llamar primaria. Pero no se puede obviar la desconfianza que ha privado en cada etapa del proceso. La sociedad civil integrada al bloque, desconfía de los partidos y estos a su vez no están dispuestos a ceder la iniciativa que la ley les concede de ser quienes postulen candidato (a).
La desconfianza se ha trasladado a los militantes y participantes, al personalizar y proyectar la competencia de una elección interna como una rivalidad o antagonismo inexistente. Se explica porque no se pueden sustraer al espíritu de competencia, pero arroja evidencia sobre la fragilidad de la unidad.
La desconfianza ha ocasionado una recesión democrática por la que ha sido posible que surjan liderazgos carismáticos como el de Vicente Fox en el año 2000, o Andrés Manuel López Obrador en 2018; o como Trump en EUA, Bolsonaro en Brasil, Evo en Bolivia y recientemente Milei en Argentina. En todos estos países, la ansiedad causada por la situación económica, la inseguridad, la desigualdad salarial, la insuficiencia institucional, provoca la proclividad a aceptar gobiernos autoritarios y desconfiar de las instituciones democráticas.
En México se explica el surgimiento de la figura de Xóchitl Gálvez porque cataliza el descontento contra el actual régimen y porque se dan las condiciones para la polarización, pero la popularidad ganada a fuerza de menciones presidenciales no debiera confundirse con la personalidad de un líder carismático que aún no tiene. No le ayuda que en el proceso interno del bloque opositor haya encontrado a otra figura de similar origen, hecha a base de lucha personal cuyo único óbice radica en su afiliación a un partido ahora muy rechazado.
En los hechos, la desconfianza se ha trasladado al proceso y se elaboran teorías de conspiración partidista para eliminar a quien consideran tiene más posibilidades de ganar por su afinidad con la sociedad civil.
Es absurdo, que quienes aceptaron participar en un proceso integrador, transparente y democrático, ahora encuentren conspiraciones y ataques en la simple confrontación de pensamiento, especialmente en temas de carácter y de interés general. No se deben sentir aludidos si en el tema de combate a la corrupción se dice que el presupuesto es, no ser corrupto, a no ser que les acomode el guante, o que la mención de liderazgos carismáticos les aplica sin haber demostrado todavía ese liderazgo.
Desconfiar de los aliados o descalificarlos como lo hizo con el PRI un connotado representante de la sociedad civil, no es un buen principio para la formación de un bloque sólido que enfrente al oficialismo. Como tampoco lo es que, quien aún no ha ganado una posición se sienta agredida, sin haber sido aludida en forma personal, y fomente en sus seguidores la desconfianza y la posible división.
Xóchitl Gálvez aspira a dirigir el país, pero debe demostrar que tiene más que una repentina popularidad nacida del enfrentamiento. Con madurez, asumir que el proceso primario en que está inscrita es para consolidar un frente y que a la vez, habrá de servirle para fogueo. Poco futuro tendrá si en este proceso no construye la unidad que le proporcionará estructuras y además si no logra con suficiencia, imponerse ante una rival que, con mejores credenciales políticas, con trayectoria limpia, le disputa la nominación. Que el lastre que le significa el partido en que milita no asegure la victoria en 2024, no debiera ser el argumento para eliminarla.
El oficialismo ha hecho de la confrontación su discurso, de la explotación de la inconformidad el contenido de su retórica, de la exacerbación de las diferencias sociales su propaganda y del ataque a los medios su forma de estar en ellos sin que le cueste.
El bloque opositor tiene que decidir si le conviene competir con un discurso igual o puede construir un candidato(a), que no haga del pleito su atributo y de la desconfianza su debilidad, o si tiene la capacidad y madurez de articular una propuesta que recupere la confianza, que cambie el sistema de raíz.