Según encuesta publicada por “El Universal” el lunes anterior, ocho de cada diez mexicanos pueden mencionar algo bueno y tangible del presidente López Obrador. Su porcentaje de aprobación general alcanza el 64%, y el 80% de los encuestados identifica una acción positiva mientras solo 52% puede recordar una acción negativa.
A pesar del discurso beligerante y hasta ofensivo del presidente, en constante enfrentamiento con el poder judicial, los partidos políticos, los intelectuales, académicos y clases medias, siete de cada diez ciudadanos no se sienten agraviados.
Esos son números excelentes para un gobernante en el cuarto año de su gestión, mismos que son de su conocimiento y seguramente son los que le llevaron a convocar a la marcha multitudinaria del 27 de noviembre que, independientemente del uso de recursos públicos, mostró la capacidad que han adquirido las estructuras partidarias y las construidas en torno a los programas sociales, para la movilización.
Es sabido que las preferencias no se transfieren en automático a personas o partidos, sin embargo, además de estos números personales, las preferencias ciudadanas hacia el partido en el gobierno son también muy favorables con un 40% de intención de voto, muy lejos de otros partidos como el PRI que tiene un lejano 16 y el PAN que ha caído a un 14% de apoyo ciudadano.
En cuanto a los posibles candidatos a competir en el 2024, los punteros de Morena, Sheinbaum y Ebrard, están también al frente de la intención de voto con una ventaja entre 21 y 31 puntos porcentuales contra cualquiera de sus posibles contrincantes.
Con estas cifras y estimaciones, resulta inexplicable que el presidente insista en reformar el sistema electoral mexicano pues su propuesta va más allá de solo transformar y desaparecer con ello al actual Instituto Nacional Electoral. Como es inexplicable también que habiendo luchado tanto desde la oposición para eliminar la participación gubernamental en los procesos electorales, ahora se proponga su inclusión. Mucho se ha debatido sobre las particularidades de esta reforma propuesta. Algunos argumentos, destinados a lograr el apoyo popular hablan de abaratar los costos, reducir estructuras, incluyendo los organismos estatales, y reducir el financiamiento a los partidos. Otros, hablan de una pretendida democratización de los nombramientos de consejeros y magistrados electorales mediante votación popular; pero sin profundizar en lo positivo o negativo que pueda tener surge la pregunta: ¿qué necesidad de componer lo que no está descompuesto?
Es evidente la intención de retener el poder para el movimiento, pero ¿realmente es necesario apropiarse del sistema electoral? ¿Transformarlo en beneficio de asegurar un triunfo que todo indica que obtendrán? En el fondo subyace una desconfianza arraigada en la psique del gobernante, y una vocación terca por el ejercicio del poder. No era necesaria la demostración de fuerza que arropó su cuarto informe, a no ser que no crea en lo que todas las encuestas señalan, como tampoco es necesario reformar un organismo que tiene la confianza de la población, incluso con mayor aprobación a la presidencial.
Trasciende que busque por todas las vías garantizar la continuidad de su ejercicio que ha denominado transformador, pero no es necesario transitar de demócrata a dictador para hacerlo, si creemos lo que la opinión pública está expresando.
Lo que se trasluce detrás de esta intención reformadora es que todavía existe un alto grado de desconfianza y una sospecha de que los errores cometidos y las omisiones criminales de su sexenio le cobren una factura al final y por ello, apropiarse o condicionar la actuación de los organismos electorales es una válvula de seguridad y una garantía para la ya presentida y evidenciada elección de estado que se pretende realizar.
En la sociedad deben prenderse las señales de alerta, porque independientemente de que la reforma electoral se logre, en cualquiera de sus alcances, constitucional o a nivel leyes, se percibe la intención de lograr la continuidad a como dé lugar y el actual entramado jurídico e institucional no les permite actuar con la impunidad que requieren para posicionar a sus candidatos.
Aun manteniendo el estado que guardan leyes e instituciones la sociedad también debiera tener desconfianza acerca del comportamiento de un poder ejecutivo que ha demostrado que la ley o se acomoda a sus intenciones o se desobedece y se busca sacarle vueltas. La narrativa presidencial con sus ataques continuos a las autoridades electorales, predispone a la opinión pública y demerita la legitimidad y la fuerza de las acciones del INE y Tribunales electorales lo que traerá sin duda, una mayor incertidumbre e incredulidad en los resultados, incluso los triunfos propios que parecen prefigurar los pronósticos.
El clima que se está creando nos lleva a un escenario en el que el único resultado válido será el que favorezca al gobierno y si la autoridad quisiera hacer valer la legalidad y un posible triunfo opositor, le sería opuesta una movilización y agitación social.
No debe extrañar en un gobernante que tiene antecedentes de haber competido desde la ilegalidad al ser candidato al gobierno del DF sin tener residencia, al serle evitado el desafuero por desobediencia de un mandato judicial, o al proclamarse como presidente legítimo. Lo cierto es que la desconfianza se está imponiendo, en la sociedad por la amenaza de una elección de estado o el arrebato social, y en el gobierno porque desconfía de sus propios números.