La delincuencia organizada y las desapariciones forzadas en México representan uno de los mayores desafíos que enfrenta el país en materia de seguridad, derechos humanos y gobernabilidad. La creciente violencia, el control territorial de los grupos criminales y la falta de una estrategia gubernamental efectiva para enfrentar esta crisis han profundizado el clima de inseguridad que vive la población, principalmente el impacto social que han generado las desapariciones forzadas a lo largo y ancho del país, y la postura de los gobiernos federal, estatales y municipales ante esta problemática.
El señalamiento del grupo de madres buscadoras sobre los indicios de lo que podrían ser miles de casos de desapariciones forzadas y al menos doscientas muertes de personas en una propiedad rural ubicada en el municipio de Tehuchitlán, estado de Jalisco, vuelve a hacer visible -porque ya lo era desde hace tiempo, pero sin un impacto tan fuerte mediáticamente-, un problema que autoridades y sociedad habíamos normalizado lamentablemente, como una lúgubre constante de la vida diaria en miles de ciudades y poblaciones de nuestro país.
El crimen organizado en México no es un fenómeno reciente, pero ha evolucionado significativamente en las últimas décadas. Desde el auge del narcotráfico en las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado, hasta el surgimiento de organizaciones criminales diversificadas, el panorama delictivo se ha vuelto cada vez más complejo. Los diversos cárteles, algunos con presencia nacional y otros más pequeños, controlan territorios mediante la extorsión, el secuestro, el tráfico de drogas, personas y armas. Además, la fragmentación de estas organizaciones ha propiciado una mayor violencia, ya que los grupos luchan por el control de rutas estratégicas y zonas clave del país, así han dejado constancia miles de noticias y reportajes de todo tipo, nacionales y extranjeros.
Esta expansión del crimen organizado ha tenido efectos devastadores en la seguridad pública, al punto de que muchas comunidades viven bajo el control de estas organizaciones, que incluso imponen sus propias reglas y ejercen violencia extrema para mantener el poder. Las desapariciones forzadas en México son una de las manifestaciones más crudas del poder que ejercen las organizaciones criminales, muchas veces con la complicidad de actores estatales. Según datos de la Comisión Nacional de Búsqueda, en México hay más de 100,000 personas desaparecidas desde que se inició la ‘guerra contra el narcotráfico’ en 2006, más de la mitad en el sexenio de López Obrador.
Este fenómeno se ha convertido en una práctica sistemática que afecta a diversos sectores de la sociedad: desde activistas y periodistas hasta ciudadanos comunes que quedan atrapados en la violencia criminal. La incertidumbre que enfrentan las familias de los desaparecidos, sumada a la falta de avances en las investigaciones, agrava el dolor de las víctimas.
Las desapariciones forzadas no solo se relacionan con el narcotráfico; también se ha documentado que elementos de seguridad pública han estado involucrados en estos crímenes, ya sea por corrupción o por colusión directa con el crimen organizado. Esto revela una preocupante erosión del Estado de Derecho, que por cierto urge recuperar y no será con la reforma judicial que amenaza con ser un error gravísimo, y que por cierto a nivel local ni siquiera se pudo concretar la reforma de la Constitución estatal en el plazo que fijaron los artículos transitorios de la reforma constitucional publicada el 15 de septiembre del año pasado, y que recién venció el 14 de marzo.
Desde el sexenio de Felipe Calderón, la estrategia se ha centrado en el despliegue de las fuerzas armadas para combatir al crimen organizado. El gobierno de López Obrador, pese a su promesa inicial de desmilitarizar el país, reforzó sin éxito el papel de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública. La creación de la Guardia Nacional, integrada en gran parte por militares, ha sido criticada por organismos internacionales debido a sus efectos en la militarización del país, pero sobre todo por la ineficacia. La falta de investigaciones eficaces, el rezago en la identificación de cuerpos encontrados en fosas clandestinas y la impunidad han contribuido a que las desapariciones forzadas se mantengan como una crisis humanitaria persistente. Las familias de las víctimas, organizadas en colectivos, han liderado las búsquedas ante la falta de respuesta del Estado.
La política de seguridad del expresidente López Obrador, basada en el lema ‘abrazos, no balazos’, se centró sin éxito alguno, en atacar supuestamente las causas sociales que originan la violencia. Ni una, ni otra. Si bien esta estrategia buscó reducir la violencia mediante la inversión social, no dio resultados y por el contrario agravó la situación en muchas ciudades y regiones del país por su falta de contundencia frente al poder del crimen organizado.
El actual gobierno de la presidente Claudia Sheinbaum se ha visto rebasada por el fenómeno, y aunque Estados Unidos ha presionado al actual gobierno federal, los resultados han sido más mediáticos y para el exterior, que en realidad para solucionar la situación internamente. El anuncio de las seis acciones para atender esta crisis que se realizó al inicio de esta semana, y que consisten en fortalecer a la Comisión Nacional de Búsqueda, hacer reformas legislativas y generar nuevos protocolos, no parecen ser una respuesta efectiva y pronta frente a la magnitud de la problemática que sigue ocurriendo diariamente en muchas zonas del país, principalmente en el norte y occidente del territorio mexicano, y a la cual se han sumado últimamente estados del sureste.
Hoy, la acción de los grupos de personas buscadoras es lo que nos permite visibilizar este grave problema. Sin embargo, ello pone en riesgo la vida de los familiares de los desaparecidos, pero sobre todo, genera un hoyo negro en las investigaciones y carpetas judiciales, pues técnicamente los descubrimientos de evidencias por estos grupos, podrían estar afectados formalmente para ser considerados como datos de prueba en las fiscalías y juzgados, porque se rompen protocolos como la cadena de custodia, lo cual es una enorme piedra en el zapato para que avancen los procesos.
Esto, aunado a la falta de empatía y simpatía (la primera es racional y la segunda emocional), de algunas figuras políticas del régimen, que ven cómo un ataque directo a Morena y a su líder moral, el reclamo y la indignación social ante tales posturas. Recordemos la reciente frase de Sheinbaum de ‘ya déjenlo en paz’, o las desatinadas declaraciones del presidente del Senado, Fernández Noroña.
La violencia desatada por el crimen organizado ha generado una crisis humanitaria en México. Comunidades enteras han sido desplazadas, y el miedo se ha convertido en parte de la vida cotidiana para muchos ciudadanos. Las familias de desaparecidos enfrentan no solo el dolor de perder a sus seres queridos, sino también la indiferencia de las autoridades y la incertidumbre sobre el paradero de sus familiares. El impacto psicológico y emocional es devastador, y el estigma que rodea a las víctimas también contribuye a la marginación social. Las madres buscadoras, quienes recorren el país en busca de fosas clandestinas, se han convertido en símbolos de resistencia y dignidad frente a la impunidad.
La crisis de seguridad y derechos humanos que enfrenta México requiere una respuesta firme, integral y coordinada. El aumento de la violencia y la crisis de desapariciones forzadas no solo reflejan el poder del crimen organizado, sino también las debilidades estructurales del Estado mexicano. La sociedad civil ha demostrado ser un pilar fundamental en la búsqueda de justicia y verdad, pero esta lucha no puede recaer únicamente en las víctimas. Es responsabilidad del Estado garantizar el derecho a la vida, la seguridad y la justicia para todos los ciudadanos. México enfrenta una encrucijada: o se apuesta por políticas públicas firmes y eficaces, o se corre el riesgo de que la violencia y la impunidad se consoliden como un lastre perpetuo en la historia del país.