Tradicionalmente la sucesión presidencial implicaba dos cesiones: el presidente inducía el consenso del Partido, designaba a su sucesor y después le cedía la estructura política al candidato y tras la campaña –en cuyo decurso él estaba ausente– entregaba el poder para diluirse –por las buenas o las malas–, en la bruma de la intrascendencia.
Así se conjuró, el maximato desde los tiempos de Cárdenas.
Pero hoy las cosas han cambiado.
Designada la candidata el partido dejó de trabajar para ella. Trabajó con ella, pero de manera paralela siguió participando en las actividades terminales del presidente en ejercicio, quien recorrió el país, no a guisa de despedida, sino de presentación hereditaria de una mujer comprometida con la marca perdurable: “Es un honor estar con Obrador”.
Se diría, Claudia Sheinbaum está orgullosa de su estigma. Y para explicar esta frase debo usar la palabra estigma en una de sus acepciones de acuerdo con el diccionario bíblico:
“…Huella impresa sobrenaturalmente en el cuerpo de algunos santos extáticos, como símbolo de la participación de sus almas en la Pasión de Cristo…”
No es en este caso el estigma una marca de oprobio ni de infamia. Es una huella casi sacramental, de comunión política.
Pero posiblemente entre los militantes de Morena si haya una especie de devoción casi religiosa hacia el hombre cuyo paso por la historia –como ellos la quieren escribir–, les permite decir (no a ella; pero sí a alguien generacionalmente como ella):
“…Aprendí contigo a mirar a nuestro país y a nuestro pueblo de otra manera. Desde la esperanza, desde el asombro y el respeto profundo ante su grandeza…”
Pero todo esto debe servir como preludio a lo ocurrido ayer en el WTC de la ciudad de México: el cambio de organigrama en el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
En esta ocasión el partido no le fue cedido a la candidata ni –ayer– a la presidenta electa. Le fue heredado a otra hija política y a un descendiente biológico. La presidenta electa fue invitada a la fiesta y a ella acudió a pedir licencia y ofrecer compromisos.
Y si en días anteriores había anunciado su futura distancia entre la jefa del Estado y su partido, ayer dijo las cosas con mayor claridad y contundencia, como si la frase de toda la campaña (construir un segundo piso a la 4-T), no fuera suficiente. La distancia y la pausa se volvieron promesa y definición:
“…me corresponde pedir licencia hoy como militante. Seré presidenta constitucional y debo gobernar para todas y todos los mexicanos, pero no voy a abandonar nuestros principios, ni la forma de gobierno”.
Pues sí, pero cuando hay un pero…
“…Me comprometo con ustedes y con el pueblo de México a que voy a estar a la altura de las circunstancias, habrá continuidad en los principios del humanismo mexicano, seguiremos gobernando con el principio más humanista de todos: ‘por el bien de todos, primero los pobres…”
Antes había exaltado la situación del partido:
–“No creo exagerar, al decir que somos el movimiento social y político más fuerte de todo el mundo, tenemos un pensamiento claro y principios sólidos”.
Pues si exagera, el Partido Comunista de la República Popular China (con pensamiento y principios), tiene bajo una organización implacable y eficiente, a poco más de 95 millones de personas y eso deja a la epopeya morenista.
Hoy el partido no está en sus manos. Los cuadros superiores no son suyos. Ni la presidenta Alcalde ni el vástago López fueron puestos ahí por ella.
–¿A quien le guardarán lealtad?
Eso lo vamos a ver en el curso de los próximos meses. Por ahora, nueva presidencia; nueva dirigencia y una sola presencia de cuya vigencia nadie puede dudar vaya a donde vaya.
Mañana releeré una novela ejemplar de Cervantes, “La fuerza de la sangre”.