Pertenezco a una generación, que junto con otras, hemos sido testigos de crisis recurrentes, algunas, producto de la turbulencia económica internacional, pero otras, las más graves, consecuencia del predominio de criterios políticos en la conducción de las políticas económicas.
La memoria de algunos todavía recordará cuando en los años setenta se dijo que la política económica se dictaba en palacio nacional y no en las esferas hacendarias, llevando por esa decisión, a un gasto excesivo del gobierno con políticas paternalistas y sobre todo con una excesiva participación en la actividad económica nacional con múltiples empresas y organismos paraestatales que inhibían la competencia económica.
La consecuencia de ello fue una constante salida de capitales, la retracción de la inversión privada y la búsqueda del dólar como protección del ahorro individual.
A principios de los años 80, el gobierno mexicano, aceptando la alta dolarización de la economía, el menor crecimiento de la misma, los altos índices de inflación y la imposibilidad de complementar el ahorro interno con recursos provenientes del exterior, es decir por la escasa inversión privada, autorizó instrumentos en moneda extranjera a plazos desde 3 a 24 meses y cuentas de cheques y ahorro.
Con el tipo de cambio en constante alza, el 18 de agosto de 1982 se crea la figura del “mex dólar” y el 1 de septiembre del mismo año se decreta la nacionalización de la banca, el control generalizado del tipo de cambio y con ello el fin de las cuentas en dólares y los mex-dólares se pagaron a 50 pesos por dólar, cuando el valor real en el mercado era superior cuando menos 30 pesos más, desapareciendo las cuentas en esa moneda. En los años 80. La inflación promedio fue de casi 70% anual y la pobreza se incrementó además de la pérdida del poder adquisitivo del salario.
Entre 1983 y 1990, pasamos de administrar la abundancia al problema de caja o ausencia de liquidez para saldar los compromisos gubernamentales, anunciada por Jesús Silva Herzog, principalmente debido a la baja de los ingresos petroleros en una economía sumamente dependiente de ellos, iniciándose por ello un periodo de intentos por diversificar la economía.
En la década de los noventa, abierta la economía por el TLCAN y disminuida la presencia del Estado en el mercado como protagonista, para pasar a ser regulador y promotor, aunado a una agresiva política económica que quitó tres ceros a la moneda y renegoció la deuda externa para dar oxígeno a las finanzas nacionales, se creó una frágil estabilidad como lo evidenció el error de diciembre que en realidad fue otro problema ocasionado por un déficit creciente de cuenta corriente causado por el enorme gasto gubernamental financiado con “tesobonos” y deuda, lo que alarmó a los inversionistas que habían comprado los tesobonos, principalmente ciudadanos mexicanos y algunos extranjeros, quienes los vendieron rápidamente, vaciando las reservas internacionales del Banco de México.
Vendría posteriormente la decisión de dotar de autonomía al Banco de México para evitar que se utilizaran sus reservas para financiar al gobierno.
En cada una de estas crisis, se incrementó el número de pobres, se frustraron las aspiraciones de la clase media y se acentuaron los desequilibrios sociales. La estabilidad lograda por los gobiernos que ahora llaman neoliberales, fue circunscrita a la macro economía, con logros bastante tímidos en el combate a la pobreza y la desigualdad.
La actual administración ha criticado ferozmente a las políticas neoliberales achacándoles todos los males y prometiendo acabar con ellos inaugura el discurso de la cuarta transformación, con cuyos postulados generales, nadie puede estar en desacuerdo, sin embargo, no siguen políticas coherentes, tendientes a disminuir en serio la pobreza, solo mitigando sus efectos y en cambio se repiten las que provocaron los grandes déficits gubernamentales.
Para los que vivimos las épocas pasadas, parece que tenemos un deja vu cuando vemos que el desarrollo del país se quiere fincar en la autosuficiencia energética basada en un recurso, con el cual íbamos a administrar la abundancia, o cuando oímos al presidente amenazar a la empresas extranjeras con la cancelación de sus contratos acompañadas de acusaciones que debieran corresponder a acciones legales que sin embargo no se toman.
Es como volver a oír a López Portillo gritar con lágrimas en los ojos, “ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” o bien, cuando vemos al presidente queriendo tomar las reservas del Banco de México para pagar deuda externa ante la insuficiencia de los recursos y la amenaza del déficit gubernamental.
Preocupa ver que los niveles de inflación suben y llegarán a fin de año casi al 7% y que las condiciones que imperaban en 1982 tienden a repetirse con la falta de crecimiento, la recesión de la inversión privada, la dificultad para el ahorro interno, el peso de la deuda externa y la pérdida del poder adquisitivo del salario por la inflación y otros etcéteras.
Los datos duros están a la vista en las cifras oficiales pero escondidos por un discurso distractor, eminentemente político electoral, emitido por un presidente que nunca ha dejado de ser candidato. Algo parecido a lo que ya pasó, un deja vu presagiante de lo que puede ser una vuelta más a lo ya vivido.