En muchas ocasiones se ha dicho: la tarea más difícil para un presidente es convertirse en un buen expresidente.
El poder crea una enorme distorsión en la personalidad, primero cuando se ejerce de la manera omnímoda como el presidencialismo mexicano permite y hasta fomenta, y después cuando ya no tolera ni alienta. Pura frustración por lo hecho y por querer más de lo imposible.
El culto a la personalidad, la adulación interminable y casi siempre inmerecida, la infalibilidad y la ilusión de sabiduría; la enorme riqueza asociada al cargo, la opulencia de una vida sin problemas mundanos, en la cual decenas o cientos de personas están prestas a resolver los mínimos problemas, a besar el suelo bajo las plan tas del elegido; el sentimiento de propiedad bajo el manto del mando absoluto, la posibilidad de modificarlo todo, hacerlo o rehacerlo con el solo embrujo de la palabra, son elementos cuyo conjunto desquicia a cualquiera.
Pero más grave es perderlo todo de un día para otro. Nunca más le diré al sol la hora de su salida.
Terminado el encargo constitucional, un presidente pierde el poder, pero no recibe a cambio la vida normal de un ciudadano. Ya no debe ganar el pan con el sudor de su frente, pero en algo deberá ocupar su ocio sin mando. En la presidencia tampoco transpiraba su rostro: otros sudaban para hacerlo rico.
Fuera del poder, se convertirá en una atracción circense, ya sea para abofetearlo por las calles con palabras soeces, recordatorios maternos o ladridos, como en el caso de López Portillo, o mirarlo en la humildad sometida de una lejana embajada, como Luis Echeverría en la Polinesia o Gustavo Díaz Ordaz en España.
Pero la tentación del poder se sigue expresando en pequeñas apariciones públicas cuya repercusión en los medios alivia un poco la sed y mitiga la soledad. Quien dijo “El gran solitario del Palacio”, no supo jamás de la horrible soledad afuera del Palacio.
Por mucho cuanto quieran los expresidentes esconderse en un lujoso campo de golf, como Enrique Peña o se refugien en la academia extranjera, como Ernesto Zedillo, de vez en cuando regresan al campo de tiro a revisar el calibre de sus intervenciones. Tirititito, diría Bermúdez.
Y es cuando alborotan por unas horas, pues ninguno de ellos, tiene tras de de sí una corriente de seguidores, un “ismo” con densidad política, a diferencia de aquellos tiempos en los cuales se hablaba, por ejemplo, del cardenismo, como una corriente ideológica y una presencia política cuyo relativo poderío apenas alcanzaba para bendecir candidatos en Michoacán.
Pero eso va a cambiar este mismo año.
Los expresidentes, por voluntad o por fuerza, se iban del país.
Luis Echeverría, “El diablo de San Jerónimo”, partió al rincón más austral del planeta, obligado por José López Portillo. Gustavo Carvajal lo puso en su lejano sitio, y la persecución de la izquierda lo confinó, tiempo después, en la vergüenza del arraigo domiciliario. Caso único.
–¿Tú también, Luis?, le reclamaba López Portillo cuando su antiguo amigo olvidaba la sumisión y se sumaba a la crítica.
López Portillo se fue a navegar en un velero antes de hundirse en el naufragio personal. Calderón vive fuera de México con un cargo insignificante en la federación de automovilismo internacional. Pura frivolidad de alberca abrazado con Checho Pérez, y Vicente Fox… pobre, vive fuera del mundo. Ni cuenta.
Enrique Peña, como la Puerta de Alcalá, y a veces junto a ella, mira pasar el tiempo sin prisa por el regreso. Cuando vuelva a México la siembra de la crítica habrá dado sus frutos. Lo más reciente es el dardo de López Obrador: Peña es un traidor a la patria.
Los expresidentes sufren una mutación terrible: de dioses, regresan a pobres diablos. Y no se resignan.
Sin embargo, todavía hay quien les pide consejo, cuando ya probaron su incapacidad.