Comienzo con una anécdota de cuando dirigía la Corporación Interamericana de Inversiones (hoy BID Invest). Recibí una llamada del entonces representante de Venezuela en el Fondo Monetario Internacional, un hombre cercano a Hugo Chávez, con quien yo mantenía una buena amistad. Lo primero que me dijo fue: “¿Sabes lo qué acaba de hacer mi presidente?” Le contesté que no tenía idea, y entonces me explicó que Chávez acababa de anunciar que estaba harto del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, y que les iba a pagar todo lo que les debía para luego mandarlos al carajo. En otras palabras, Venezuela iba a dejar de ser miembro de estas instituciones.
Le pregunté cuál era el problema y empezó a listar todos los problemas que esto podría traer para Venezuela. Me comento que tan pronto se enteró de esto, llamó al presidente y le explicó las consecuencias de cumplir con sus declaraciones. Le pregunté entonces qué creía él que iba a pasar y si se iba a retractar públicamente, pero me dijo que no, que eso no lo haría. Me explicó que la forma de Chávez de retractarse era no hacer nada y dejar pasar el tiempo para que todos se olvidaran de sus palabras. Si alguien le preguntaba al respecto en seis meses, diría que hubo algunos problemas y que se seguía evaluando la situación.
¿Por qué cuento esta anécdota? Porque, como se dice en México, Chávez «no comía lumbre”. Si cometía un error y lo convencían de que así era, se retractaba, aunque no fuera públicamente. Muchos venezolanos consideran que si Chávez no hubiera muerto, la situación en Venezuela sería diferente. Sin embargo, todos los cambios que hizo para obtener un poder prácticamente absoluto —cambiando la Constitución, modificando la Suprema Corte y debilitando las instituciones— llevaron a Venezuela a donde está hoy: un país con un dictador que utiliza el legado de Chávez para seguir oprimiendo y llevando a Venezuela al caos.
Este es el principal peligro de los cambios que debilitan las instituciones y que otorgan un poder desmedido a la figura presidencial. No se trata tanto de la persona que los instrumenta, en este caso Chavez o AMLO, sino del hecho de que no existe garantía de que, posteriormente, llegue al poder alguien con ideas e intenciones distintas. Lo mismo podría en México. Hoy AMLO dice que Claudia Sheinbaum presidenta electa, es una mujer de buenos sentimientos y buen corazón, pero no tiene garantías que, en unos años, llegue un presidente de cualquier partido, sea de Morena u otro, que no tenga “tan buen corazón” y utilice el poder de la presidencia – que él y su partido lograron – para reprimir al mismo pueblo al que López Obrador quiso apoyar.
El caso de Venezuela es una advertencia clara. Cuando Chávez llegó a la presidencia, prometió una revolución bolivariana que traería justicia y equidad. Sin embargo, a medida que consolidaba su poder, las instituciones democráticas se fueron erosionando. Cambió la Constitución para permitir su reelección indefinida, llenó la Suprema Corte con aliados y debilitó los contrapesos necesarios para una democracia.
Ahora, con Nicolás Maduro en el poder, vemos las consecuencias de esos cambios. Venezuela enfrenta una crisis humanitaria sin precedentes, con millones de personas huyendo del país, una economía colapsada y una represión brutal contra cualquier forma de disidencia. Las instituciones que deberían proteger a los ciudadanos están completamente bajo el control del ejecutivo, y el país se ha convertido en una dictadura de facto.
En México, estamos viendo señales similares, sumando el creciente poder del narcotráfico y la inseguridad. La concentración de poder en manos de un solo individuo o partido es peligrosa, independientemente de las intenciones iniciales. Bien dice el dicho, que el camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones. La historia de Venezuela nos muestra lo que podría venir.