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Cuentos de Navidad

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
5 diciembre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
43
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El helado viento de diciembre hacía brotar sus listones en uno de los inviernos más gélidos que han experimentado estas insurgentes calles. Corría el año de 1807. En la gran casona que hace esquina con las calles de la Misericordia y El Biombo, se celebraban las albricias de la Navidad. Toda la ciudad se movía en un intrincado ir y venir de carretones de carga y elegantes percherones que transportaban a los recién llegados a las posadas más selectas de la ciudad. Hacía no mucho que el agua ya no era un problema para esta tierra de violáceos atardeceres.

Grandes comercios se alzaban en estas calles cercanas a la gran mansión del corregidor, Don Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán. Un hombre de modales duros, con el rostro endurecido por la alta responsabilidad de mantener a la ciudad en orden, cumpliendo a cabalidad las insistentes ordenanzas del virrey Félix Ignacio Juan Nicolás Antonio José Joaquín Buenaventura Berenguer de Marquina y FitzGerald. Este virrey, cuando era marino, había sido hecho prisionero por bucaneros ingleses al llegar a Cuba, quienes, al saber de su importancia, le habían dejado libre. Al tomar su encomienda, fue el encargado de ayudar durante el gran sismo en los territorios de Oaxaca. Apenas unos años después, el virrey también tuvo que lidiar con el gran ciclón que sucumbió a toda la península de la Capitanía General de Yucatán.

Para estas épocas, la gran casona del corregidor por las navidades Don Miguel Ramón Domínguez gozaba de constantes visitas, no solo de personajes allegados a las órdenes de la gran ciudad. Tercera en importancia. Esto era gracias al gran comercio de bovinos y su carne, y por las extensas llanuras de siembra de trigo, caña y leguminosas que eran productos de vital importancia.

La ciudad se preciaba de su fama como villa de grandes y adineradas familias de mineros, comerciantes y benefactores de la Muy Noble y Leal Ciudad de México, aquellos que habían tomado estos lugares como descanso de tan ajetreadas responsabilidades. Las haciendas que rodeaban el casco antiguo de la ciudad, con más de trescientos años de existencia, daban muestras de abundancia a la región. Las amplias, funcionales y acrecentadas fortunas de ganaderos le habían dado el mote de La Puerta de la Abundancia.

Las polvorientas callejuelas de altas banquetas permitían distinguir claramente el quehacer de cada quien: los carretones iban por la vía y las personas por las banquetas. Las gendarmerías que vigilaban todos los caminos aseguraban que la prosperidad surgiera en estas tierras ante la seguridad de sus sendas.

Sin embargo, un detalle saltaba a la vista del visitante: ¿Por dónde caminaban los sirvientes, ayudantes, mucamas, mayordomos y el personal auxiliar de las grandes casonas? Es sencillo saberlo si se pone un poco de atención a la ciudad.

Las grandes casonas, como la de Don Miguel Ramón Domínguez, tenían cabida y aposento para toda la servidumbre en su gran palacio. Desde el mayordomo, quien controlaba toda la casona de los Domínguez; el contralor, que se encargaba de las compras y salarios de los trabajadores; chambelanes y camarlengos, responsables de las habitaciones y de ayudar a vestir a Don Miguel Ramón; y un secretario, quien se encargaba de la correspondencia oficial y familiar. El Gentleman Usher se ocupaba de todos los protocolos de la familia, ya fueran oficiales o de visitas de personajes relevantes, además de contar con el apoyo de Valet, Pajes, Mozos de Cámara, Damas de Compañía de las mujeres de la familia y doncellas.

Las únicas personas que no vivían en la gran casona Domínguez eran los jardineros, ayudantes de Cocina, la Cocinera, el Fregador y el Despensero. Ellos eran gente que iba y venía todos los días desde los barrios que rodeaban la ciudad… pero, un momento. No se les veía caminar por las elegantes calles principales de la ahora ciudad española.

Ellos llegaban desde sus barrios por creativos y originales pasillos que transcurrían por debajo de toda la ciudad virreinal. Así lo había decidido el cabildo de la ciudad hacía muchas décadas, sin que se supiera el motivo exacto de la existencia de estos pasadizos que se extendían por toda la ciudad y conectaban casonas, templos, mayordomías, haciendas y cuarteles. En tenor de la «utilidad» que representaban, fueron destinados al uso de aquellos dedicados a la servidumbre y que no pertenecieran a linaje alguno.

La ciudad entera se había rendido a la dulzura de la inminente Nochebuena. En plenas celebraciones, al acercarse la Navidad, las calles se convertían en un torrente alegre y febril de quehaceres. Las agujas de los sastres volaban sin descanso para rematar las galas que se estrenarían en los oficios religiosos; los posaderos, con esmero inusual, preparaban lechos cálidos y manjares para los viajeros que acudían a visitar parientes en las haciendas. Pero el corazón de la festividad, el latido al que toda la recién ciudad prestaba atención, se concentraba en un solo lugar: la suntuosa cena de Navidad de la familia Domínguez.

Los mozalbetes y niños que corrían por toda la gran casona estaban al resguardo de nanas e institutrices bajo la dirección de Doña María Josefa Cresencia Ortiz Téllez-Girón de Domínguez, o Doña Josefa, como se le conocía. El grupo de chiquillos, dos del primer matrimonio de Don Miguel Ramón —Nachita y Chema—, y los hijos del matrimonio actual: Mariano, Lolita, Miguel, Juanita, Micaela, Remy, Tere, Manuelita y la más pequeña, Rufina, daban trabajo y angustias a una veintena de cuidadoras.

Para esta ocasión, el cabildo de la ciudad había decidido adornar las callejuelas con vistosas farolas de metal colocadas en cada una de las herrerías de las ventanas de aquellas familias que cooperaron. Los templos de las órdenes religiosas de formados de la ciudad también cooperaron haciendo lo mismo en sus frontispicios, así como curas y frailes que habían hecho de sus atrios festivos adornos de colores y veladores de destellos inacabables. Sin olvidar la obligación de que todos debían asistir a los oficios religiosos, niños y niñas eran ataviados con sus mejores ropas para los ejercicios de rezos y cantos.

Excepto los hermanos jesuitas, que habían abandonado estas tierras hacen ya cinco lustros. Toda la ciudad se llenaba de lozanía y bondad. Eran fechas de la víspera de la Navidad, y la gran casona estaba a punto de recibir a familias provenientes de otras grandes ciudades. En esta ocasión, tendrían la visita de un hombre letrado y de gran compostura, amigo cercano de la familia: el cura Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte y Villaseñor, quien llegaría con sus hermanos y sobrinos: Mariano, José María y Manuel.

También asistía el renombrado Capitán de los Dragones de la Reina, Ignacio José de Jesús María Pedro Regalado de Allende y Unzaga, con su prometida, María Josefa de la Gándara, de una de las familias más adineradas de San Miguel Arcángel. Todos los visitantes llegaban llenos de gran algarabía.

Toda una comitiva de mayordomos se puso a disposición para dar la bienvenida, y el propio Don Miguel Ramón Domínguez ofreció un coctel. Ya en el salón principal, que daba al segundo nivel y tenía acceso por dobles escalinatas con mezanine, se dejaban los abrigos y sombreros. Al subir, se llegaba a un gran barandal del cuadro que rodeaba el patio y se accedía al gran salón. Luminosos candelabros de cristal de Baviera destellaban dorados multicolores por todo el salón. Grandes cortinas, que iban del piso al cielo falso que cubría las vigas, hacían parecer interminable el aposento.

Un trío de violines amenizaba la marcha, y una suntuosa mesa partía la mitad del salón. El servicio de mesa era interminable. Copas altas de bellos dorados cristalizados, copones para el brandy, la vajilla con estampados de febriles musas griegas y divertidas alegorías para el servicio de los niños.

Pocas veces los niños compartían cena con los adultos, pero Doña Josefa había decidido que sus hijos participaran, a pesar del leve refunfuñar de Don Miguel Ramón, quien, ante los invitados, no hacía mueca alguna.

Al estar todos sentados, hicieron de la noche un festín. Pavos asados al caramelo con higos eran el plato principal que ya lucía, por par, en toda la mesa. Para los niños, acompañaban cócteles de frutas de guayaba, membrillo, dátiles y manzanas cubiertas con jaleas. Las copas rebosaban de sidras y vinos tempranos de algunos de los viñedos que trajo el propio cura Hidalgo, como mejor le conocían. La prometida del Capitán de los Dragones, Don Ignacio Allende, había traído como regalo algunos jamones ahumados de Baden-Wurtemberg, una región alemana, con un sabor exquisito.

El mayordomo era el encargado de servir las copas, mientras que los camarlengos servían a los niños y adolescentes, quienes no dejaban de dar la acostumbrada batalla por la comida. —«¡Que está muy amarga… fría! ¡Que no me gustó el sabor! Que no sé cuántas cosas más…»— La poca paciencia de Don Miguel Ramón se ocultaba en darle sorbos grandes y gordos a sus bebidas y en lanzar miradas insidiosas a Doña Josefa, quien, en alto acto de fe, no le hacía caso.

—Dígame, señor Capitán de los Dragones, ¿qué buenas venturas se han suscitado por allá en el gran San Miguel? Dicen las personas que siguen los levantamientos…— preguntó el anfitrión en medio de la algarabía de tanto chiquillo, esperando que con ello hubiera un poco de silencio. Pasando el bocado del suculento pavo, ayudado por un sorbo del vino del cura, se limpió con su elegante servilleta. —Deseo comentarle, mi señor, que todo San Miguel Arcángel goza de una quietud y tranquilidad desde que mi compañía llegó a la ciudad, bella y pequeña, pero llena de una gran bonanza. Y qué decir que a mi llegada esta bella flor se dignó hacerme el favor de abrir las puertas de su corazón—, dijo mientras tomaba la mano de su prometida, María Josefa de la Gándara, quien recibía apenada el cumplido.

—Es usted todo un poeta, señor capitán—, esgrimió Doña Josefa Ortiz. Todos rieron.

La cena transcurrió entre niños que corrían por todo el lugar, la
desesperación de Don Miguel Ramón y las constantes acciones teatrales de las nanas que, incansables, decidieron llevar a toda la chiquillería a dormir. Mientras, los invitados gozaban de las delicias de la cena, que apenas era la de bienvenida. —¿Cómo será la cena de Navidad? —, se preguntaban.

Al paso del rato, y a la hora del brandy con cigarros, accedieron al cuarto de té, donde fueron bien recibidos con jaleas y ates con quesos. Los hombres acostumbraban el brandy con café y las mujeres una sidra con té. La plática se volvió densa cuando un gendarme de elegante uniforme hizo su entrada y le entregó una carta sellada a Don Miguel Ramón. Una vez que la leyó, le dio una indicación, el gendarme hizo el saludo y se retiró.

—¿Malas noticias, señor Don Miguel Ramón? —, preguntó el Capitán Allende, mientras balanceaba suavemente su brandy colocado en la palma de su mano para que las gotas escurrieran en el gran copón de finos dorados. —No, señor capitán, todo en orden. Solo es cuestión de que en las callejuelas por donde la servidumbre camina se ha derrumbado el pasadizo que está cerca del templo de San Francisco. Parece que el agua ha hecho de las suyas. He dado la orden de que se atienda de inmediato. Será cosa de que me den el parte y se atiende ya—. —¿Entonces es verdad los rumores de que la gente camina por esos pasadizos? —Sí, señor, es lo más común para nosotros. Por ahí, inclusive, pasamos cuando hace frío, como ahora, comida y algunas viandas para los más necesitados —Pero, Señor mío—, interrumpió Doña Josefa, —¡a prontitud, que corremos a ayudarles! Con este frío debe de haber muchos ahí debajo. Con su permiso, señores—, se retiró y dio órdenes en la casa de que la acompañaran. Se dirigió hacia la zona justo debajo de la gran calle de El Biombo y vio a todas las personas que trataban de ayudar.

El horror se había desatado en el atrio de los franciscanos, cercano a la gran huerta. Entre gritos apagados y el escozor del polvo, la servidumbre emergía de las entrañas de la tierra: sombras asfixiadas, figuras cubiertas de tierra, con la ropa hecha jirones y rostros de espanto. Había hombres y mujeres que se arrastraban, visiblemente lastimados.

—¿Qué ha sucedido, señores? —inquirió Doña Josefa con una urgencia que rompía la etiqueta. A pesar del pánico, los heridos le hicieron la genuflexión de costumbre. Un mozo, con la voz rota y los pulmones llenos de polvo, logró articular:

—Mi señora, ha sido la noche. El pasadizo… Colapsó sin aviso, como si la tierra se hubiera cansado de sostenerse. Apenas unos cuantos logramos salir al borde de la asfixia. Pero hay compañeros allá abajo, sepultados, a merced de las ruinas. Estamos intentando desesperadamente sacarlos, pero los frailes tienen cerrada la reja de la gran muralla del conjunto, no nos escuchan.

Doña Josefa se acercó a los gendarmes y les dio la orden de incluso tumbar la gran herrería que da acceso al conjunto franciscano. Al tratar de forzarlo, un fraile salió al ruido. —Atended, por Dios, atended, ¡ahora os abro! ¡Pero que vaya a dar por buena la despertada que, si no, a palos os doy…! — Al abrir la reja, el fraile se quedó sorprendido al ver a Doña Josefa y a los gendarmes. —Por Dios, mi señora, aceptadme una disculpa. Os pido que paséis, por favor, pasad. —Fraile, disculpe la molestia que le damos a esta hora, pero debemos abrir la entrada de su convento porque se ha caído uno de los túneles y la gente está atrapada o, inclusive, tememos lo peor. —¡Bondad de Dios! Por supuesto, pasen, por favor.

Al abrir las dos puertas en el piso que llevaba a los pasadizos por la parte del patio principal del convento, que, a decir verdad, los frailes poco utilizaban por parecerles lastimoso al alma, al descender descubrieron lo que imaginaron.

Continuará…

Etiquetas: CorregidorDOMINGUEZnavidad

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