viernes, diciembre 19, 2025
Sin resultados
Ver todos los resultados
Plaza de Armas | Querétaro
  • Andadores
  • aQROpolis
  • Editoriales
  • Efectivo
  • En tiempo real
  • Local
  • México
  • Planeta
  • Ráfagas
  • Roja
  • Andadores
  • aQROpolis
  • Editoriales
  • Efectivo
  • En tiempo real
  • Local
  • México
  • Planeta
  • Ráfagas
  • Roja
Sin resultados
Ver todos los resultados
Plaza de Armas | Querétaro
Sin resultados
Ver todos los resultados

Cuento de Navidad

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
19 diciembre, 2025
en Editoriales
Cuento de Navidad
1
VISTAS

El helado viento de diciembre hacía ondear sus listones en uno de los inviernos más gélidos que han experimentado estas insurgentes calles. Corría el año de 1807.

La noticia corría de boca en boca: ¡El colapso de uno de los antiguos túneles! Estos pasadizos, cuya razón de ser se perdía en el tiempo, comunicaban bajo la ciudad española grandes haciendas, conventos, parroquias, hospitales y casonas palaciegas. Con la llegada del majestuoso acueducto, esta urbe se había consolidado como la tercera en importancia para residir, atrayendo tanto a grandes comerciantes como a las familias acaudaladas del Real de Minas.

Estos escondidos caminos subterráneos eran vitales. Por ellos transitaban discretamente los indígenas Pames, Jonaces y Chichimecas desde sus barrios—como San Gregorio o San Francisquito al que fueron relegados—para entrar a la ciudad habitada por peninsulares. En San Francisquito, la vida latía con la fuerza de una gran estirpe nacida de la unión de esclavos traídos de las islas del Caribe, quienes trabajaban en las textilerías. El mercado de negros operaba a la sombra de la gran casona de los herederos del marquesado del Villar del Águila, donde el valor de un hombre se tasaba por su aspecto, a pesar de los esfuerzos del Señor Cabildo por imponer un precio justo.

La tragedia era profunda: varios padres pames y sus hijos habían quedado atrapados bajo tierra. Venían por los pasadizos buscando la ayuda y caridad de los frailes franciscanos. Ante este desastre, la familia del Corregidor, Don Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán, y los propios franciscanos, hicieron gala de sus más sinceras voluntades.

Pero para las familias acaudaladas, estos sucesos eran a menudo invisibles, meras molestias en sus vidas. —¡No llegó la servidumbre! ¡Qué osadía! — pregonaban a los cuatro vientos, rasgando simbólicamente sus finas ropas en señal de frustración ante el desorden de su rutina.

Era necesario recordar cómo vivían estas familias, dueñas de más de las tres cuartas partes del Real de Minas, quienes junto a grandes comerciantes y la nobleza peninsular, habían elevado estas tierras a la tercera de mayor importancia por el flujo de plata y productos.

Esta nobleza peninsular imponía derechos y obligaciones. La ciudad se regía por el Cabildo, un cuerpo de criollos—hijos de peninsulares nacidos en la Nueva España, y por ende, con menos privilegios ante la Corona—. Este Cabildo era el encargado de mantener orden y la justicia, con sus dos Alcaldes Ordinarios, el primero para cuestiones de justicia, el segundo, por si no habíase llegado a alguna sentencia, entre los dos debían sacar un resultado final: El calabozo o el apercibimiento. El orden material lo supervisaba el Regidor, un regordete borrachín que había conseguido su puesto por ser primo del difunto conde Pedro Romero de Terreros. Él y otros ocho Regidores formaban el colegio de concejales, encargados de todo, incluso del cuidado del agua, que, gracias a la generosidad del Marqués de la Villa del Villar del Águila, llegaba a todos sin cobro.

A pesar de las desavenencias y las frivolidades de la élite, había quienes actuaban. La voz implacable en la ciudad era la del Corregidor, Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán, quien, aun siendo criollo, mantenía el orden desde 1802. Había sido él quien reacondicionó los pasadizos, dotándolos de antorchas y refuerzos.

Doña Josefa, la esposa del Corregidor, reunió a los suyos en su casona y les hizo saber de la gravedad de lo ocurrido: la posibilidad de personas atrapadas, tal vez ya fallecidas. Sin esperar, solicitó que las puertas de acceso a los pasadizos se abrieran para ventilar lo que parecía una tumba.

Mientras tanto, los frailes franciscanos hacían lo humanamente posible por encontrar a los hermanos Fray Servando y Fray Eusebio, que habían acompañado a los pames y estaban sepultados. ¡Sería un milagro que siguieran vivos! Los frailes, llenos de fe, fueron a ver al Corregidor y recibieron toda la ayuda posible. Coincidió que en la ciudad se encontraba de visita el valeroso Capitán Ignacio José de Jesús María Pedro Regalado de Allende y Unzaga, de los Dragones de la Reina, quien de inmediato ordenó a su escuadrón auxiliar en el rescate.

Los Dragones del Capitán Allende concentraron sus fuerzas en la esquina norte de la gran muralla del convento franciscano, justo donde el túnel había colapsado. Estos pasadizos, aunque antiguos, habían sido bien reforzados. La gran roca que impedía el paso era inmensa. Tras varios esfuerzos y con la invaluable ayuda de más Pames, no llegaban siquiera a moverla.

Fue entonces cuando los Pames, de los barrios cercanos, se acercaron en silencio. Para ellos, la tierra era sagrada, y las rocas, sus antiguos dioses. No se acercaron como jornaleros, sino con el respeto y la concentración de quien participa en un rito. El Capitán Allende, observando la devoción con que estos hombres tocaban la piedra antes de empujar, sintió una punzada de respeto. Ordenó a sus hombres seguir las indicaciones de los hermanos pames, quienes, con palancas y cuerdas improvisadas, parecían saber exactamente dónde aplicar la fuerza para vencer la obstinada voluntad de la Madre Tierra.

Con un crujido sordo que resonó como un trueno en la fría mañana, la gran roca cedió. Se deslizó, dejando al descubierto una oquedad oscura: la boca del túnel colapsado. Un hedor a polvo, humedad y luto escapó de la abertura. Los Frailes franciscanos, con el Hermano Guardián a la cabeza, se arrodillaron en el mismo instante, santiguándose. Dos frailes, llevando rudimentarias antorchas que danzaban con el aire viciado, se ofrecieron de inmediato a entrar. El Capitán Allende detuvo al primero:  —Esperad, Fraile. Yo entro primero con mi sargento. La bóveda puede no ser segura.

Allende y un par de Dragones se deslizaron en la penumbra. El silencio de fuera era sepulcral, roto solo por los jadeos de los Pames. Los minutos se hicieron horas. Entonces, una voz ronca y quebrada, la del Capitán Allende, resonó desde las entrañas del pasadizo. —¡Bondad del Supremo! — gritaron con las manos hacia el cielo los soldados de caballería junto a los hermanos franciscanos.

—¡Aquí están! ¡Dios nos ampare!

Los Frailes y los Pames se precipitaron hacia la abertura. Las antorchas de los soldados revelaron una escena de profunda tragedia: justo donde la roca había caído, yacían los cuerpos inertes de varios padres, abrazando a sus hijos. Habían usado sus propios cuerpos para amortiguar el golpe o proteger a los pequeños del derrumbe inicial.

El dolor fue inmediato y desgarrador. Los Pames emitieron un lamento grave y ancestral, casi un canto, un sonido que no era de rabia, sino de profundo duelo por el sacrificio de los suyos.

Sin embargo, a un costado del pequeño hueco, en el punto más resguardado por los cuerpos de sus protectores, se movía algo. Los niños. Eran apenas unos quince pequeños. Estaban pálidos, helados, cubiertos de polvo y llorando, con el rostro manchado por la bilis y la respiración fatigada a causa de la enfermedad de pecho que había motivado su atrevido intento de ingresar a la ciudad. Pero estaban vivos.

La conmoción era tal que Dragones, Pames y Frailes, tres mundos que rara vez se unían, trabajaron codo con codo. Con la máxima ternura, los soldados de uniforme azul con brillantes estoperoles y los indígenas de ropas sencillas de ayates levantaron con sumo cuidado los pequeños cuerpos temblorosos.

Los Pames del barrio de San Gregorio ingresaron inmediatamente después para reclamar a sus muertos. No permitieron que nadie más los tocara, llevando a sus familiares caídos de regreso a la ermita de San Gregorio por el mismo pasadizo, que ahora era un camino de lágrimas y respeto.

—¡Aprisa, Capitán! Necesitan calor y aire limpio. Que los Dragones preparen las carretas, las cubriremos con frazadas. ¡Hay que llevarlos al único sitio donde serán cuidados con verdadera caridad! — Dijo Doña Josefa.

Y así, bajo la atenta mirada de un sol que finalmente se asomaba entre las nubes, los Dragones de la Reina improvisaron carretas con cobertores y pieles. El Capitán Allende, despojándose de su propio capote militar para arropar al niño más pequeño, dirigió la procesión. Los niños, asustados pero vivos, fueron llevados al Real Convento de Santa Clara de Jesús, la sede de las monjas de claustro, quienes, por única vez, abrirían sus puertas selladas a la miseria del mundo exterior para ofrecer, en la víspera de la Natividad, la más pura de las caridades. El milagro no solo era la vida, sino la unión de corazones en el frío de la noche decembrina.

El convoy improvisado, encabezado por el imponente Capitán Allende a caballo y custodiado por el resto de los Dragones, atravesó las calles heladas. A la zaga, Doña Josefa Ortiz de Domínguez, envuelta en un grueso rebozo, viajaba junto a las carretas repletas de niños tiritantes. El aire vibraba con la tensión del dolor reciente y la urgencia de la vida.

La Abadesa esperaba en el umbral, una figura envuelta en el hábito austero de la orden, su rostro pálido iluminado por la débil luz de una linterna. A pesar de la regla de clausura que separaba a las monjas del mundo exterior, la caridad cristiana había prevalecido sobre la norma.

Doña Josefa se apresuró a bajar de la carreta. Su voz, habitualmente firme, temblaba por la emoción y el frío —Madre Abadesa—dijo Josefa, inclinándose ligeramente—, os traemos a la más triste cosecha de este diciembre. Son hijos de indios Pames, rescatados de un derrumbe. Están enfermos del pecho y de hambre. Necesitan vuestra mano y la providencia de Dios.

La Abadesa asintió sin una palabra innecesaria. Sus ojos recorrieron las carretas y se fijaron en el rostro ceniciento de un bebé envuelto en la capa de un Dragón.

—La caridad de Nuestro Señor es infinita, Doña Josefa. Entrad por la puerta pequeña, la de la Enfermería. Es víspera de Noche Buena, y Cristo nació en un pesebre. Aquí hallarán el calor que les ha negado la fortuna.

El Capitán Allende y sus hombres, con una delicadeza insólita en soldados de caballería, comenzaron a descargar a los niños, ayudados por unas pocas hermanas enfermeras que portaban cofias almidonadas y rostros serenos. La enfermería del convento era una sala vasta y cálida, con un aroma a incienso, hierbas medicinales y cera de abeja. En el centro, una gran chimenea crepitaba alegremente.

Las monjas Clarisas, a pesar de ser en su mayoría de claustro, sin contacto con el exterior, accedieron a cuidarlos, pues su área de enfermería gozaba de gran fama. ¿Qué llevaba a estas jóvenes, a menudo primogénitas de buenas familias, a la vida de claustro? La ordenanza era clara:

“…si la hermana menor se casaba antes, la primogénita debía usar su dote para ingresar a la vida conventual, alimentando así las gracias de la fe…”

El Convento de Santa Clara de Jesús era la sede de estas dotes. Con casi setenta jóvenes enclaustradas, se habían ganado la fama local por sus exquisitos dulces y frutas cubiertas—biznaga, limón, e incluso la escasa y exótica piña.

Los niños llegaron a ellas en condiciones deplorables: mal alimentados, flacos y con un severo malestar en el pecho. Doña Josefa Ortiz los llevó personalmente, escoltada en todo momento por el Capitán Allende y sus Dragones de la Reina. En ese tiempo de un diciembre gélido, la caridad había abierto una grieta en la muralla de la indiferencia. El milagro no fue solo que los niños sobrevivieran, sino que la ciudad entera encontrara en la compasión un breve, pero verdadero espíritu de bondad.

Mientras los niños eran desvestidos, lavados y envueltos en sábanas de lino, el Capitán Allende se acercó a Doña Josefa. —Mi señora, mis hombres han hecho cuanto estaba en su deber. Pero hemos de retirarnos. Mañana, si Dios lo permite, volveré para asegurarles que el Real Cabildo sufrague los gastos.

Doña Josefa posó una mano sobre su brazo, sus ojos brillando a la luz de las antorchas, era un hombre que ella admiraba, que sus ideales coincidían: La justicia debiera ser para todos, no solo para los peninsulares que habitaban la gran ciudad.

—Id con Dios, Capitán. Que Su Majestad os pague vuestra nobleza. Mirad—dijo, señalando un rincón. Una de las monjas más jóvenes, que bien podría haber sido una de esas damas de sociedad que un día antes se quejaban de la falta de servidumbre, sostenía a uno de los bebés contra su pecho. Canturreaba un villancico en voz baja, mientras le frotaba los diminutos pies.

Recordando que el niño pudo haber sido el de ella ¡Cuántos corazones de las monjas clarisas anhelaban tener el calor de un llanto de neonato varón en su pecho! Lágrimas brotan al recuerdo del amor no permitido por las añejas tradiciones y el absurdo salto de la hermana menor al desposarse que selló en el calabozo del rezo su destino. Cerca de ella, una batea de agua caliente y jabón liberaba el sucio y el frío del cuerpo de otro niño.

Afuera, las campanas de San Francisco empezaron a tocar a la Misa de Rosario. Los campanazos solemnes anunciaban el nacimiento del Mesías, un nacimiento que esa noche, en la penumbra de la Enfermería de Santa Clara, se sentía más real y tangible que en cualquier templo de la ciudad. Doña Josefa suspiró, aliviada, al ver a los niños bebiendo leche caliente y aliviando su tos en los regazos de las monjas.

El milagro de las vísperas de Noche Buena había encontrado un refugio inesperado en las manos piadosas de las Clarisas. El espíritu de caridad y el calor de un convento de clausura se convirtieron, esa noche, en el regalo más grande para los hijos olvidados de las familias del Real de Minas, cuyas casonas fueron construidas excelsamente por los padres Pames fallecidos en el pasadizo.

A la mañana siguiente, con la ciudad aún helada por el rigor del frío, el Corregidor Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán y el Capitán Ignacio Allende se presentaron ante el rígido Cabildo. El Corregidor, apelando a la fe y al honor de la Corona, demandó justicia inmediata y fondos para asegurar la salud de los niños Pames y la reparación urgente de los pasadizos.

Sin embargo, los regidores criollos, temerosos de molestar a las familias peninsulares acaudaladas, mostraron una fría indiferencia, argumentando que el incidente no afectaba a la «gente de razón» y que cualquier gasto debía ser sopesado con lentitud burocrática. —¡Que paguen las monjas clarisas que de fortuna les sobra con el dote de las señoritas! — argumentó uno de los regidores. Pese a la furia contenida del Capitán Allende y la elocuencia de Don Miguel, la justicia se congeló en la sala del Cabildo, dejando claro que, para los poderosos, la caridad tenía un precio que no estaban dispuestos a pagar.

Ambos tomaron camino sobre sus corceles a simple andar más lento, el Corregidor escuchó del capitán: —El Cabildo ha preferido la comodidad del olvido a la gloria del deber.

En su mente era la crítica directa y más profunda a la élite criolla al servicio del peninsular, prefigurando su futuro papel en la lucha por la insurgencia. Fue tal vez ¡La gota que derramó el vaso del abundante vino!

Continuará…

Etiquetas: cuentomarquesnavidadqueretaro

RelacionadoNoticias

Velan armas PAN y Morena

Velan armas PAN y Morena

19 diciembre, 2025
Los electores también son responsables

Los electores también son responsables

19 diciembre, 2025
José Fonseca

Trump está en campaña

19 diciembre, 2025
1938, Otra vez

1938, Otra vez

19 diciembre, 2025
Siguiente noticia
Querétaro mantiene control sanitario ante presencia de gusano

Querétaro mantiene control sanitario ante presencia de gusano

 

 

 

Categorías

  • Andadores
  • aQROpolis
  • Cartón
  • Editoriales
  • Efectivo
  • En tiempo real
  • Fuego amigo
  • Fuente de El Marqués
  • Local
  • México
  • Planeta
  • Portada
  • Ráfagas
  • Roja

Enlaces Internos

  • Aviso de Privacidad
  • Aviso Legal
  • Contacto
  • Aviso de Privacidad
  • Aviso Legal
  • Contacto

© 2020 MEDIOS AQRÓPOLIS S.A. DE C.V. Todos los derechos reservados.

Sin resultados
Ver todos los resultados
  • Andadores
  • aQROpolis
  • Editoriales
  • Efectivo
  • En tiempo real
  • Local
  • México
  • Planeta
  • Ráfagas
  • Roja

© 2020 MEDIOS AQRÓPOLIS S.A. DE C.V. Todos los derechos reservados.

Este sitio web utiliza cookies. Al continuar utilizando este sitio web, usted está dando su consentimiento para el uso de cookies. Visite nuestra Política de privacidad y cookies.