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Cuando el arte se vuelve camino, espejo y plegaria

Paulo Villagrán, artista plástico

por Lila Cruz
12 mayo, 2025
en aQROpolis, Destacados
Cuando el arte se vuelve camino, espejo y plegaria

Villagrán no nació artista: se volvió uno. Lo moldeó la cultura visual de los ochenta, el canal 5 como única red social, y los universos de Hanna-Barbera, Disney, Mafalda y Bugs Bunny que lo formaron antes que cualquier academia.

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En un rincón del Centro Histórico de Querétaro, donde los muros susurran historias y los pinceles parecen recordar lo que la razón olvida, habita un artista que ha hecho del juego una forma de vida y del trazo una forma de oración. Paulo Villagrán no sólo pinta: habita el arte como quien respira, como quien se redime. Cada línea suya lleva la marca de un niño que soñó a lápiz, de un adulto que aprendió a merecer, y de un creador que hoy se reconoce en cada obra como quien mira al espejo por primera vez.

Villagrán no nació artista: se volvió uno. Lo moldeó la cultura visual de los ochenta, el canal 5 como única red social, y los universos de Hanna-Barbera, Disney, Mafalda y Bugs Bunny que lo formaron antes que cualquier academia. Su primer lenguaje fue el cartoon. Y su primer impulso, el asombro. “Dibujar fue mi manera de existir”, dice con esa voz que mezcla risa, honestidad y profundidad en un mismo trazo.

La grieta del cambio

Pero no todo fue color. Estudió Artes Plásticas, esperando un mundo vibrante, y se topó con informalidad, inestabilidad, falta de estructura. “Todo era muy etéreo”, dice. Hasta que apareció él: Felipe, un maestro mitad japonés, mitad mexicano, que le prestó un libro de árboles. No fotografías, no teoría, sino dibujos para dibujar. Le enseñó a observar cortezas, ramas, hojas que miran al sol y hojas que caen en espiral. Le enseñó que el arte podía ser orgánico, vivo, más allá de la caricatura.

“Ahí entendí que lo mío no era sólo lo cartoon. Que tenía una capacidad que no había explorado. Ese libro fue un universo.” Y luego, como suele ocurrir con los artistas que se atreven a mirar más allá, apareció otro portal: Gabriel Martínez Meave. Tipógrafo legendario, diseñador de logotipos icónicos como Jumex y Comex, y creador de las míticas cajetillas de Camel versión artística. Lo conoció en Oaxaca, en una conferencia. “Cuando vi sus bocetos, pensé: este tipo se equivocó de época. Es un Miguel Ángel atrapado en nuestros tiempos.”

La admiración se volvió amistad, y la amistad inspiración. “Meave me enseñó que podía ser más. Que había algo más allá del diseño comercial. Que ser artista era un camino posible. Y necesario.”

Querétaro: tierra fértil

Llegó a Querétaro por casualidad, y se quedó por destino. Lo que encontró aquí fue un abrazo inesperado: un ecosistema donde el arte es valorado, donde los viñedos acogen murales, donde festivales como Ibérica llenan las calles de danza y poesía visual. “Querétaro me hizo artista”, afirma sin dudar. “Pasé de trabajar para marcas comerciales como Crayola o Marinela, a hacer murales que respiraban. Que decían algo más.”

Y no lo hizo desde lo literal. “Soy anti literal”, se ríe. “Si me encargan algo para Michelin, no pinto llantas. Pinto lo que esas llantas hacen posible: viajes, nacimientos, reencuentros.”

Así nacen obras como Viajes o Maíz Criollo, uno de sus murales más íntimos. Invitado por una sommelier a pintar para una destilería de vodka hecho de maíz en Puebla, llevó un boceto con un maíz amarillo, gringo, plástico. La respuesta fue contundente: “Eso no tiene nada que ver con el maíz autóctono.” Lo llevaron a una hacienda a las faldas de La Malinche. Vio los cultivos, aprendió la nixtamalización, probó tortillas recién hechas, y comprendió. El estímulo —dice— es la gasolina de la creatividad. De ese viaje nació un mural con tonos metálicos, dorados, rosas, azules: un tributo al origen.

La alquimia entre disfrute y disciplina

Crear no es sólo un acto estético. Es una práctica espiritual que también requiere tierra, estructura, contabilidad y puntualidad. “El arte no es pintar por pintar. Es pintar y contestar los correos. Es embellecer y agradecer los pagos. Es crear y limpiar la cocina después de hacer los desayunos”, dice Paulo con una sinceridad que no busca parecer virtuosa, sólo humana.

En su filosofía, hay tres pilares fundamentales para el acto creativo: paciencia, concentración y disfrute. Sin esa triada, dice, el arte no respira. “Mucha gente piensa que hacer algo meticuloso es una tortura. Pero cuando estás realmente conectado, cuando estás en el disfrute, cada línea se convierte en meditación.”

Y sin embargo, ser artista no lo exime del vértigo cotidiano: las cotizaciones, los tiempos de entrega, la presión económica de sostener a una familia, los mil mensajes de WhatsApp que no esperan. “No puedes tener marcas como Telcel, Michelin o Crayola si no tienes disciplina. Tienes que ser impecable con tu servicio, porque de eso también está hecho el arte.”

La madurez artística no lo volvió hermético, sino más poroso. Más humano. Más consciente de que si bien el talento es un don, el verdadero oficio del artista se teje en lo invisible: en los detalles, en el respeto al otro, en el esfuerzo silencioso que ocurre cuando nadie aplaude.

La selva del estrés digital

Vivimos sobre estimulados, dice Paulo. Pero no por belleza, sino por comparación. “Las redes sociales son una jungla donde pertenecer cuesta cuatro boletos de avión.” Y es cierto. En un mundo donde todos parecen estar viajando, triunfando, reinventándose, el artista auténtico corre el riesgo de sentirse desfasado. O peor aún: insuficiente.

“La pandemia dejó muy claro que el arte no es un lujo. Es una necesidad del alma. Pero también mostró las grietas. El ‘quédate en casa’ era un privilegio. ¿Quién podía darse ese lujo en México, donde si no trabajas ese día, tus hijos no comen?”

La crítica de Paulo no es panfletaria. Es una defensa radical del alma humana. Porque él cree —de verdad— que hemos olvidado lo esencial: que tenemos cinco sentidos no para sobrevivir, sino para sentir. “El olfato, el gusto, el tacto, la vista, el oído… son portales al alma. Y si los apagamos, se apaga también nuestra capacidad de asombrarnos.”

Como en la historia de Buscando a Nemo, que recuerda con fascinación. Antes de animar la película, los artistas fueron llevados por Disney a bucear en los arrecifes australianos. No bastaba con documentarse: había que vivirlo. “Ese viaje no era un lujo. Era una inversión. Porque sólo sintiendo de verdad, puedes crear de verdad.”

El niño interior como motor del arte

“El adulto es el vehículo. Pero el que crea es el niño”, dice Paulo con una claridad que se siente como eco de Jung, de Clarissa Pinkola Estés, de los sabios que saben que sin juego no hay alma. “Si el adulto está roto, el niño no llega. Se queda solo en su avalancha, esperando que alguien lo empuje.”

Ese niño, en su caso, fue tímido, callado, carente de una figura paterna, sumiso. Pero soñador. Y aunque el mundo intentó decirle que el arte no era una opción seria, él supo —con el tiempo— que tenía derecho a cruzar sus propios pantanos emocionales. Y cruzó. “Me tardé en creérmela, pero hoy sé que el arte me transformó. Y quiero que otros también se atrevan.”

Por eso da conferencias. No para hablar de su éxito, sino para abrir grietas en el miedo ajeno. Para decirles a los chavos que no necesitan un sueldo fijo para ser valiosos. Que la locura creativa es una forma de cordura. Que seguir la pasión no es egoísmo, sino un acto de merecimiento.

El arte como plegaria

“Cuando alguien no tiene pasiones, cuando todo le da igual, hay una herida profunda detrás”, dice con la voz serena de quien ha acompañado su propio proceso. “La pasión está ligada a la autoestima. Y la autoestima al merecimiento. Si sientes que no mereces un café en silencio, un paseo, una canción que te conmueva… entonces hay un niño que necesita ser rescatado.”

En Paulo, ese niño encontró un adulto que no lo anuló, sino que lo cargó a cuestas con amor. Y juntos han hecho murales colgados en andamios imposibles, dibujos que vienen “de otro plano”, y conceptos que sólo pueden nacer en el silencio. Porque antes de pintar, Paulo se calla. “La música me acompaña muchas veces, pero para crear el concepto, necesito silencio absoluto. Es lo más difícil. Todo lo demás es técnica.”

Cuando le pregunté cuál sería su plegaria si el arte fuera una oración, respondió sin dudar:

“El poder del arte es nuestro derecho de nacimiento. Lo olvidamos. Olvidamos que el arte no es accesorio, es médula. Sin arte, los sentidos se duermen. El alma se adormece. El arte es lo que despierta la conciencia, lo que nos obliga a mirar, a sentir, a vivir. Es lo que abre el ojo del alma. Y eso, eso no puede faltar.”

Epílogo: El mural imperfecto

Uno de sus recuerdos más entrañables está ligado a su primer mural en el Museo Descubre de Aguascalientes. Lo pintó con plumones de agua. “Hoy me da risa”, dice. Pero cuando quiso rehacerlo, el director se negó. “Este mural muestra tu inicio. Y eso lo hace invaluable.” Lo firmó. Como quien honra su pasado sin maquillarlo.

Y cuando le pregunté hacia dónde lo lleva el arte ahora, respondió:

“El arte es lo que hace que no descanses. Es lo que te empuja a crecer. Si da miedo, es por ahí. Porque el arte es tu brújula. Te susurra por dónde ir.”

Y entonces, con una certeza sin pose, concluye:

“Hoy me defino como alguien que se tardó en creérsela. Pero que cruzó sus pantanos emocionales. Un niño tímido que se transformó en un artista con sed de compartir. Y que sigue jugando. Porque crear es eso: jugar en voz alta.”

Etiquetas: ArteartistaOBRAVillagrán

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