No sabemos ahora si aún vuela el cuervo sin lodo al arca ni dónde hallará la paloma una rama de pacífico laurel, pero por ahora, hoy por hoy, a fin de cuentas (o como dicen los usuarios del peor lenguaje contemporáneo, al final del día), Dios ha tirado sus dados sobre el tapete de los días, y dos realidades nos aprehenden en la tenaza de lo inevitable.
Por una parte nos sorprende la dimensión de la victoria electoral en los Estados Unidos, cuya división no parece haberse resuelto en cantidades equivalentes: nada de 50 y 50; nada de eso, ahora la balanza se ha movido en favor del republicanismo más recalcitrante, precisamente por eso, porque Donald Trump es la encamación viva del verdadero espíritu de los estadunidenses; el militarismo, la violencia como lenguaje permanente, el supremacismo étnico con su probada extensión hacia la política internacional, la propiedad y la dirección de la orquesta, la policía planetaria, la imposición de un modo de vida, una teología absorbente de raíces y follaje inmoral.
La otra es el crónico desprecio hacia México. Patio delantero nos decía Joe Biden alzando la categoría.
“Desgarrado entre la nostalgia de un pasado prístino y el anhelo de un futuro perfecto –dice Henry Kissinger de su país—, el pensamiento norteamericano ha oscilado entre el aislacionismo y el compromiso, aunque desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hayan predominado las realidades de la interdependencia.
“Ambas escuelas de pensamiento, la de los Estados Unidos como faro y la de los Estados Unidos como cruzado, consideran normal un orden global internacional fundamentado en la democracia (su democracia, anotemos); el libre comercio y el derecho internacional.
“Sin embargo, como tal sistema no ha existido nunca, a menudo esta evocación les parece utópica, por no decir ingenua, a otras sociedades. El escepticismo extranjero, no obstante, nunca hizo mella en el idealismo de Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt o Ronald Reagan ni tampoco en el de ningún otro presidente norteamericano del siglo XX. Si algo ha hecho, ha sido intensificar la fe del país en que es posible superar la historia, y en el razonamiento de que si el mundo realmente desea la paz, tendrá que aplicar las prescripciones morales que defienden los Estados Unidos.
“Ambas escuelas de pensamiento son producto de la experiencia norteamericana. Aunque han existido otras repúblicas, ninguna fue creada conscientemente para encarnar la idea de libertad.
“Sólo la población de este país decidió encabezar un nuevo continente y civilizar sus regiones despobladas en nombre de una libertad y prosperidad comunes para todos. Así, ambos enfoques, el aislacionista y el misionero, tan contradictorios en apariencia, reflejaron una creencia común subyacente: que los Estados Unidos poseían el mejor sistema de gobierno del mundo, y que el resto de la humanidad podría alcanzar la paz y la prosperidad si abandonaba la diplomacia tradicional y reverenciaba el derecho internacional y la democracia como lo hacían los norteamericanos.
“El paso de los Estados Unidos por la política internacional ha representado el triunfo de la fe en sus valores sobre la experiencia.
“Desde que entraron en la escena de la política mundial, en 1917, han sido tan predominantes en su fuerza, y por ello han estado tan convencidos de lo justo de sus ideales, que los principales acuerdos internacionales de este siglo han sido encarnaciones de los valores norteamericanos: desde la Sociedad de Naciones y el Pacto Kellogg-Briand hasta la Carta de las Naciones Unidas y el Acta Final de Helsinki…”
Algunas de estas frases han perdido vigor en los últimos años, sobre todo en cuanto a la reverencia americana por los valores y la ley. Un país ensimismado en la lectura dominical de los salmos ha llevado a un delincuente a la Casa Blanca, como si el mérito de una perdurable bravata supremacista (MAGA), fuera justificación para una tolerancia masiva ante los desvíos de la conducta. Así se comprende la absoluta victoria de hace unos días.
La calidad de los gobiernos es apenas esbozada por el talentoso doctor K:
“…Estos estadistas han llegado a la cumbre del poder gracias a unas cualidades que no siempre son las necesarias para gobernar y aún son menos apropiadas para edificar un orden internacional. Y el único modelo que tenemos de un sistema multiestelar, que muchos de los participantes podrían repudiar, fue construido por las sociedades occidentales…”
Estas reflexiones nos llevan a otra idea:
¿Cuál es la verdadera naturaleza de la relación de un país como ese y una nación como la nuestra, hundida en las contradicciones de una modernidad mal aplicada, vencida por los atavismos y acomplejada frente al mundo del futuro; todavía dolida y rencorosa por la mutilación de su territorio en la peor aventura bélica de su historia; desdeñosa frente al inalcanzable progreso tecnológico, cuyo refugio es apenas el inútil rincón de sus tradiciones y la auto exaltada e inexistente superioridad cultural de tepalcates en el museo y calaveritas de azúcar en los altares de noviembre?
Nadie -al menos de este lado- lo dice con claridad.
Las palabras de la jefa del Estado, tras la victoria de Trump debida a la profundización de los avasallantes valores absolutos y contundentes de su país, sin consideraciones para nadie, surtido con amenazas desde antes de comenzar, resultan por lo menos reveladoras de una percepción superficial frente a los hechos. Quizá no fue suficiente su experiencia de vida en los Estados Unidos.
“…vamos a buscar esta comunicación en el momento que ya sea oficial el triunfo. Y va a haber buena relación; siempre hay sus características con cada uno de los presidentes, pero yo estoy convencida que va a haber una buena relación… Tuvimos una llamada muy cordial con el presidente electo Donald Trump en la que hablamos de la buena relación que habrá entre México y Estados Unidos (7nov) …”
Obviamente una llamada telefónica entre dos personas desconocidas la una para la otra, no significa nada excepto un gesto de cortesía. No es compromiso de tersura o entendimiento.
Muchos son los asuntos pendientes y los agravios no resueltos y ninguno de ellos guarda relación con los buenos deseos y las mejores intenciones.