Ya con un poco de frialdad, tras el arrebato pasional de ver a la Selección Mexicana en una Copa del Mundo, en una más, pero que ésta me remonta a mi infancia, cuando en 1978 vi por primera vez al equipo mexicano en un Mundial.
De Qatar 2022 retrocedí en el tiempo a Argentina 1978, cuando vi mi primer mundial en televisión a colores. Cuando mi inocencia era latente y no despertaba la pasión por el futbol, ímpetu que ha amainado con los años.
En un deporte en el que el gol era lo más importante, sigue siendo, aunque un argentino se empeñe en llevar la contra, se terminó por pagar la osadía de ir contra la esencia de este juego inventado por los ingleses, transformado en arte por los brasileños y en fracaso por los mexicanos.
Cuando atacas, juegas y anotas a destiempo, la tardanza se convierte en pesadilla, en minutos perdidos, en eliminación, en la Crónica de un Tango anunciado.
Quizá la necedad ha llevado a millones a pensar que el futbol, el juego convertido en industria, en eje del entretenimiento, sea el deporte nacional, lo es, pero no somos capaces de entenderlo, de asimilarlo y convertirlo en placer, ya que al final sólo deja frustración y sufrimiento para muchos que aún siguen creyendo. Eso es, un asunto de fe, en creer, sin haberlo visto.
El futbol es una religión en el que la culpa y el arrepentimiento juegan en el mismo equipo y suelen vestirse de verde, pero con la esperanza renacida cada cuatro años, “en algo hay que creer” dicen los más fieles.
Los sumos pontífices saben que quizá los templos no se llenen por un tiempo, pero este será breve, al final los sillones convertidos en butacas y las pantallas transformadas en estadios estarán de nuevo llenas de fieles vestidos con sueños verdes, pagando diezmos dominicales, en espera del milagro, porque la ciencia, el método y el trabajo son un pecado mortal que no comulga con la piedra que sostiene dicha Iglesia.
A pesar de que se veía venir, que el diagnóstico alumbraba una muerte tumoral, no hubo movimiento. Estáticos observamos el incendio, fuego que atrapa las miradas y detiene los pasos, quedamos inmóviles para ver arder a Roma.
Ganó la arrogancia al abandonar a la juventud y apostarle a jerarquías paquidérmicas, cementerio de lentos elefantes. Escucho profetas falsos que celebran que México tenga varios “cinco copas”, cuando debería ser síntoma de preocupación, de ver cómo todo se mueve, se transforma con el tiempo, menos el “Equipo Tricolor”.
Dónde quedaron los jóvenes, esos medallistas de bronce de hace un año, se perdieron entre un ganado de “vacas sagradas” que llegaron al rastro de la historia.
Malinchismo nacional con exceso de foráneos , nula competencia que premia la mediocridad, que evita el sufrimiento del descenso y desprecia el esfuerzo por ascender; con torneos desechables que exigen resultados inmediatos e impiden el surgimiento, crecimiento y consolidación de jóvenes que chocan con muros construidos por promotores, con directivos como arquitectos de un destino perdido.
El futbol mexicano vuelve a estar en blanco y negro, el color esperanza se destiñó nuevamente, el Cielito Lindo dejó de cantar y se puso a llorar; el dolor del mariachi tiene sonidos a arrabal, a bandoneones, pianos y violines.
De nuevo ligado a la Argentina, como en 1978, cuando vi por primera vez a un equipo mexicano ser goleado y terminar al último. Eran otros tiempos, pero 44 años después me remontan a mi infancia, cuando mi inocencia se preguntaba por qué y mis adultos sólo se levantaban, (no había control remoto), para apagar aquella tele Phillips a color.
Seguimos paralelos a Argentina. Pasamos del “Me cansé de rogarle” al “Día que me quieras”. Perdimos de nuevo “Por una cabeza” y entonamos como siempre el “Adiós Muchachos”, en una crónica de un tango anunciado.