Cada año me hago las mismas preguntas y cada año me doy diversas respuestas. ¿Cuál es realmente el mérito histórico de Cristo, capaz de marcar un hito en tiempo de antes de Él, privilegio no concedido a nadie más? ¿Cuál es su aportación y vigencia en el mundo occidental, capaz de vivir en nuestro calendario con su presencia cotidiana? De una cosa no hay duda. Su imagen no es algo rígido o coagulado, sino susceptible de análisis infinitos, por lo que en su palabra todos los humanos podemos rescatar una enseñanza.
Durante un tiempo pensé que su valor y trascendencia se encuentran, quizás, en el cambio total de la visión religiosa. El Yahvé del Antiguo Testamento es tronante, iracundo, hasta rencoroso. Cristo es flexible, tolerante, indulgente. Moisés y sus tablas ponen el acento en lo prohibido: no jurarás, no matarás. Jesús opone a los chocantísimos y desagradables “no”, a las bienaventuranzas. Sólo por esto merece un lugar especial en la memoria occidental.
Mas su reconocimiento se puede deber también a que es, quizá, el primer líder religioso que hace ostentación de una extravagante amistad con los pobres, los leprosos, los perseguidos, los incurables, los humildes, los pequeños, las prostitutas, los huérfanos, las viudas: los quebrados de la sociedad.
También consideré que lo indeleble de su nombre radica en establecer la unidad íntima e insoslayable de teoría y praxis. Cuando le dijeron: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los senos que te amamantaron.» Él completó: «Bienaventurado más bien aquel que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica.» Y así lo hizo. Ese mensaje de amor y perdón lo vivió ejemplarmente en las peores condiciones de oprobio y humillación.
Ahora, en esta etapa de lucha electoral en la que pronto estaremos inmersos hasta las cachas, con cientos de candidatos anhelantes de ganar, con millones de spots abrumándonos sobre las supuestas cualidades de los participantes, descubrí lo que quizás para muchos es una obviedad: el profundo desprecio de Cristo a la tiranía de sus valores exteriores, entre los que evidentemente no escapa el poder político.
Cristo priva de autoridad a los ricos, a la jerarquía eclesiástica, a los convencionalismos sociales, a la rigidez de la ley y se ensaña con todo lo que se relaciona con el poder temporal. El Nazareno, en su época, es la gran desilusión de los judíos que lo impulsaban a asumir el papel de liberador político.
De acuerdo con la tradición nace en un pesebre, esto es, desde su origen trata de evidenciar que no hay ninguna paradoja entre la pobreza y la humildad con su condición de Todopoderoso y Rey del Universo. Simplemente no hay una relación entre la auténtica superioridad y la opulencia y el poder.
La reflexión política de Cristo más conocida, que es la base de la llamada sociedad civil, el principio del liberalismo y la civilización laica: «Dad al César ‹lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
En la frase había una buena dosis de sagacidad política, pues evitaba la confrontación de Jesús con el poder público. Pero también había un profundo desdén, lo que se le daba al César era una moneda, expresión de la riqueza, lo que para Cristo no tenía ninguna significación.
No recuerdo que Cristo exprese tal indignación al grado de aplicar apodos ofensivos, sobre todo cuando se refiere a una autoridad. Cuando los fariseos le dicen que Herodes (Antipas, el asesino de Juan Bautista) quería matarle, Cristo le envía un recado que empieza con estas violentísimas palabras: «Id y decid a esa zorra».
Cuando se dirige a vivir en el desierto durante cuarenta días, las tentaciones del diablo curiosamente están relacionadas con el poder y el ego. Primera, «di a esta piedra que se convierta en pan». Segunda, «…Todo este poder y su gloria te daré, pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy; si, pues, te postras delante de mí, todo será tuyo…» Tercera, “Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo; porque escrito está: « A sus ángeles ha mandado sobre ti que te guarden y te tomen en las manos para que no tropiece tu pie contra las piedras». Cristo, comentan las escrituras, rechaza las tentaciones que le ofrecían poder o las que lo provocaban para que lo demostrara; deslizaba también una provocación a su vanidad.
Pero Cristo no sólo desprecia al poder, también lo ridiculiza. Se puede argumentar que Jesús así cumplía las profecías, pero lo cierto es que decide entrar a Jerusalén -donde lo esperaban multitud de simpatizantes, curiosos y enemigos-, en un pollino, en un jumentillo; nosotros diríamos en un burrito o cría de un asno.
Cristo entraba como lo habría podido hacer el hombre más humilde del pueblo y no un gran líder, que ya lo era. Nada de que en un espectacular corcel o en una carroza lujosa y adornada. Nada de eso, su imagen era hasta grotesca. Un hombre de cerca de 1.80 metros, subido en un burrito, del que casi le arrastraban los pies. El propósito era obvio, burlarse, de todos los símbolos superfluos del poder temporal.
En fin, la aportación de Cristo al pensamiento universal es desplazar el centro de gravedad de los valores de la ambición del poder y la vanidad, y elevar como lo único digno de trascendencia: la vida del espíritu. ¡Nunca como ahora, en esta lucha electoral, hemos podido comprobar lo lejos que estamos del llamado del Nazareno!