El éxito electoral que ha acompañado al partido Morena, se ha explicado por la notoria popularidad del presidente López Obrador y la operación político – electoral a través de los programas sociales. Aunado a esto, se encuentra también, la evidente falta de proyecto de una oposición sin brújula, con dirigencias nacionales débiles, ausentes de sus bases.
Esto arroja la percepción de una fuerza electoral tan potente que puede garantizar al presidente el triunfo electoral en 2024 y con ello dejar a un sucesor o sucesora, que continúe lo que ha llamado transformación. Sin embargo, es posible que dicha fortaleza sea más frágil de lo que se supone, y aún falta un tramo de administración en el que, dada la naturaleza y el carácter del presidente, pueden suceder muchas cosas que graviten en su perjuicio, como la casa gris de su hijo y el conflicto de interés en Pemex.
De tomar en cuenta también, que en el partido político en el que se apoya participan corrientes de diverso origen e intereses, que se han aglutinado a su alrededor por la posibilidad de triunfo, pero que ya estarán calculando sus posibilidades con los posibles sucesores.
Por ignotas razones, el presidente López Obrador decidió adelantar la sucesión y mencionó nombres, al igual que no se ha guardado sus preferencias. Esto ha motivado que esas corrientes estén, tomando posición con alguno de los que ahora se conocen como corcholatas, pues el presidente dijo que él tenía el destapador, y esto abre la puerta para que la aparente unidad del movimiento se empiece a fracturar.
A los elementos de riesgo para el triunfo electoral que esta administración da por hecho, tendría que sumarse la actitud que tomen los mencionados con posibilidades, como Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard y los no mencionados por el presidente, Adán Augusto López y Ricardo Monreal. Tanto Sheinbaum como Adán Augusto, se da por descontado que seguirán siendo fieles replicadores y acatadores de las decisiones presidenciales, pero la duda cabe respecto a los dos restantes, Monreal y Ebrard.
Ambos son políticos experimentados, conocedores de la liturgia que se ha seguido en el sistema político mexicano para elegir al candidato sucesor, sin embargo, esta liturgia fue vigente durante la época del partido hegemónico y alguno de ellos debiera estar pensando en leerla diferentemente y empezar a ver el humor y la madurez del electorado.
Ambos conocen al presidente y saben, por lo mismo, que difícilmente renunciará a su poder de elegir al candidato a sucederlo y deben saber también que su futuro político será nulo si no les favorece el humor presidencial. En política no caben las ingenuidades y ambos saben que no son la primera opción para el gran destapador, y si piensan que habrá racionalidad y que juiciosamente decidirá en razón del perfil de gobernante que requiere la nación y su situación política y económica, tendríamos que dudar de su capacidad para sucederlo.
Monreal ha manifestado su interés por participar en la sucesión, desafiando la autoridad presidencial y pidiendo piso parejo en su partido, lo que es un indicio del entendimiento de su situación. Lo inexplicable es la actitud de Marcelo Ebrard, que recibe frecuentes descalificaciones, que no es tomado en cuenta en decisiones de política exterior y sigue soportando con estoicidad los atentados a su dignidad y a su investidura, fiel a la liturgia y pretendiendo que la sucesión se resuelva a su favor por su capacidad de abyección.
Los dos no mencionados saben que es tal vez su última oportunidad de llegar a la silla presidencial y han querido hacerlo siguiendo la receta que dicta el presidencialismo, volviéndose omisos y complacientes ante las decisiones presidenciales, por más que pongan en riesgo la estabilidad democrática, el régimen de instituciones y derechos que se había venido construyendo, el futuro del país.
No es solo la dignidad personal lo que están sacrificando, ya sea por timoratos o taimados; están permitiendo que las atribuciones civiles sean absorbidas por las fuerzas armadas en un reconocimiento tácito de la incapacidad de la administración para cumplir sus funciones, ya sea por el estrangulamiento económico o por la falta de carácter de los titulares del despacho, siempre genuflexos y complacientes.
Es tiempo de reconsiderar su papel en este sainete, en que se ha convertido el gobierno mexicano y en la farsa de una sucesión dinástica, consentida y legitimada por su participación sumisa y temerosa del poder presidencial. Poder que disminuye conforme se acerca el fin de su mandato y se acelera por las viscerales reacciones con las que conduce el país. La población lo resiente ya y habrá de sentirlo aún más pues las cifras así lo indican.
No deberían, deberíamos, guiarnos por el espejismo de la superficie de las encuestas, debajo de ella hay otros indicadores y las percepciones se mueven, como la sombra de una casa gris, como el voluble temperamento del gobernante. Reducidos a corcholatas aduladoras del destapador, no muestran ni dignidad ni capacidad para conducir a un país como el nuestro necesitado hoy, más que nunca de estadistas no de seguidores de quimeras, falaces y engañabobos.