Muchas son las causas generadoras de la barbarie que padecemos, pero puede ayudarnos para su estudio recurrir a nuestros orígenes como nación, sin necesidad de remontarnos al Virreinato y a la época prehispánica. Lo cierto es que el honor, la unión y la concordia no se nos dan; por eso perdimos más de la mitad de nuestro territorio y por eso está bañado en sangre el resto que nos quedó.
La mayoría de nuestros héroes y caudillos fueron acribillados, unos a través de juicios simulados y otros en emboscadas y a traición. Pensemos, por ejemplo, en Hidalgo, Morelos, Madero, Zapata, Villa, Carranza, Obregón y muchos más. La lucha fratricida ha sido despiadada, siempre invocando “el bien de la patria”.
Una de las primeras atrocidades fue cometida por diputados asesinos en 1824. La narro sucintamente: El “Soberano Congreso de la Unión” condenó a muerte y declaró “proscrito” a un mexicano nacido en Morelia, Michoacán, exiliado en Europa y al que el Congreso le asignaba una pensión. Tanto lo temían que lo condenaron a muerte, no por algún delito que hubiera cometido, sino por el hipotético caso de que se atreviera a pisar el suelo de su patria.
Aprobado fue el horrendo decreto en los siguientes términos: “Se declara traidor y fuera de la ley a …, siempre que se presente en cualquier punto de nuestro territorio bajo cualquier título”. Además, se le consideró “proscrito”, lo que implicaba que cualquiera podría matarlo dentro del país donde lo encontrara.
A los pocos días de emitida esa abominable sentencia, desconocida por el condenado, llegó éste a la playa de Soto la Marina, en Tamaulipas; el jefe militar lo invitó a desembarcar, lo dejó libre, y a pocos kilómetros lo capturó para entregarlo al Congreso de ese Estado.
En el trayecto, sorpresivamente, su captor lo dejó en libertad, dejándole el mando de la tropa que lo custodiaba, con el compromiso del reo de presentarse ante el referido Congreso. Así fue, pero el órgano legislativo lo reaprehendió, se negó a informarle cuál era su delito, le negó sus derechos de audiencia, defensa y defensor, y en las siguientes horas fue fusilado en el pueblo de Padilla, Tamaulipas, no sin antes permitirle el sacramento de la confesión, que hizo con uno de los sacerdotes integrantes del Congreso que ordenaba su fusilamiento.
La misa por el difunto fue celebrada en el mismo recinto legislativo con la devota asistencia de quienes horas antes ordenaron pasarlo por las armas. A su esposa y a sus pequeños hijos, sin más, los desterraron a perpetuidad.
Tres años antes, ese mexicano nos había dado la independencia de España, la libertad y la Bandera Nacional. Se llamó Agustín de Iturbide.
La violencia asesina siempre corre sobre las vías del deshonor, y según Dante Alighieri: “El peor de los infiernos está destinado a los tibios”.