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Conflictos de poder en el Congreso

Círculo Crítico

por Norberto Alvarado
4 septiembre, 2025
en Editoriales
La desilusión democrática
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En la política mexicana, los espacios de poder nunca están vacíos: se ocupan, se disputan y, con frecuencia, se imponen por la fuerza de las mayorías. Ese es el trasfondo de la lucha que hoy se libra en el Congreso de la Unión por el control de las mesas directivas de la Cámara de Diputados y del Senado, órganos que, aunque muchas veces vistos como simples cargos protocolarios, concentran un enorme poder simbólico, político y estratégico. Al mismo tiempo, Querétaro fue escenario de un eco local de esta confrontación: la reciente retirada de Morena del informe del Congreso estatal, una muestra más de que los acuerdos parecen ser sustituidos por el berrinche y el cálculo electoral.

Conviene recordar que las mesas directivas en ambas cámaras no solo moderan los debates y dirigen las sesiones. Son también la representación formal del Congreso, quienes encabezan los actos oficiales, quienes negocian con otros poderes y quienes tienen la llave de la agenda legislativa en momentos críticos. En manos de un partido o coalición, estos cargos pueden ser herramientas de control y de visibilidad política. Por eso, su elección se convierte en un campo de batalla donde se mide la fuerza real de cada bloque.

Morena, con su mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado, ha convertido este proceso en una exhibición de fuerza, aplicando la aplanadora que caracteriza su estilo de gobierno: ocupar, someter y arrinconar a las minorías. Lo que en un sistema plural debería ser un espacio de negociación y equilibrio, hoy se traduce en imposición y exclusión.

El grupo parlamentario de Morena, respaldado por sus aliados del PT y del Partido Verde, se ha dedicado a usar las mesas directivas como extensión del poder que a veces se ha atrevido a convertirse en la verdadera oposición de la Presidencia de la República. Desde la tribuna se repite la narrativa de la “transformación histórica” y se bloquean las voces críticas. Cualquier intento de la oposición por disputar esos espacios se topa con un muro de votos y con un discurso que reduce el disenso a la traición o al conservadurismo.

Este dominio absoluto recuerda más a los viejos tiempos del partido hegemónico que a una democracia moderna. Morena, paradójicamente, que se presenta como la fuerza que “democratizó” al país, repite las viejas prácticas del autoritarismo legislativo. La oposición queda relegada a un papel testimonial, sin capacidad de incidencia real.

El otro lado de la moneda es la debilidad de los partidos opositores. PAN, PRI, PRD y Movimiento Ciudadano parecen incapaces de articular una estrategia común frente al avasallamiento morenista. La fragmentación los condena a la irrelevancia. En lugar de presentar un frente unido para disputar espacios en las mesas directivas, caen en el juego de los cálculos locales y los intereses de grupo.

En la Cámara de Diputados, las negociaciones para definir la presidencia de la mesa directiva se convirtieron en un desfile de reclamos, amagos y acuerdos rotos. En el Senado, las pugnas internas del PRI y del PAN impidieron una postura firme frente a la mayoría morenista. Lo que en otros países sería una oportunidad para fortalecer el equilibrio de poderes, en México se reduce a una batalla perdida antes de comenzar.

Más allá de la aritmética legislativa, los pleitos personales entre legisladores se han convertido en espectáculo recurrente. Insultos, empujones y acusaciones cruzadas son ya parte del paisaje cotidiano en el Congreso. Cada sesión parece más un ring político que una asamblea deliberativa. La degradación del debate refleja no solo la polarización nacional, sino también la falta de liderazgo en todos los partidos.

La oposición se muestra incapaz de elevar el nivel del debate, atrapada entre la reacción visceral y la impotencia aritmética. Morena, por su parte, usa estos pleitos como pretexto para justificar su mano dura: “no se puede dialogar con quienes solo buscan el pleito”, argumentan. El resultado es un círculo vicioso que deteriora la institucionalidad del Congreso.

La semana pasada, el Congreso de Querétaro vivió su propia versión de este conflicto. En un acto simbólico pero revelador, los legisladores de Morena abandonaron el informe del Congreso estatal, en protesta por lo que consideran un trato excluyente por parte de la mayoría panista. El mensaje fue claro: si no se sienten incluidos, recurren a la confrontación abierta.

El episodio dejó varias lecciones. Primero, que la polarización nacional ya contamina la vida legislativa local. Segundo, que Morena, incluso en estados donde es minoría, recurre a la estrategia de la confrontación para ganar visibilidad y posicionar su narrativa de víctimas del sistema. Y tercero, que los congresos estatales tampoco escapan a la crisis de acuerdos que hoy caracteriza al país.

Lo preocupante es que estos desencuentros locales debilitan aún más la confianza ciudadana en las instituciones. Para los queretanos, ver a sus representantes enfrascados en pleitos y abandonando sus responsabilidades en lugar de debatir propuestas concretas no es un espectáculo alentador. Al contrario, alimenta la percepción de que los congresos son escenarios de pugna estéril más que de construcción democrática.

El Congreso, tanto federal como local, debería ser un espacio de deliberación, de negociación y de acuerdos. La pluralidad no es un obstáculo, sino una riqueza que permite reflejar la diversidad del país. Sin embargo, cuando la mayoría aplasta a las minorías, la deliberación muere. Y cuando la oposición responde con berrinches en lugar de con argumentos sólidos, la democracia se empobrece.

La concentración del poder legislativo en manos de una sola fuerza política, sin contrapesos reales, tiene consecuencias graves para la democracia mexicana. Se diluye el principio de división de poderes, se reduce el pluralismo y se corre el riesgo de convertir al Congreso en una oficialía de partes del Ejecutivo. Lo que debería ser un contrapeso, se convierte en cómplice.

Además, el espectáculo de pleitos internos y de confrontaciones estériles debilita la credibilidad del Congreso ante la ciudadanía. Según las encuestas, el Poder Legislativo es una de las instituciones con menor confianza social. Cada berrinche, cada imposición y cada sesión estéril profundizan esa desconfianza.

La lucha por las mesas directivas en el Congreso federal y los conflictos recientes en el Congreso de Querétaro son síntomas de un mal mayor: la incapacidad de la clase política mexicana para construir acuerdos en un sistema plural.

La pregunta de fondo es si los legisladores —federales y locales— entenderán que su responsabilidad no es con sus partidos, sino con los ciudadanos que representan. Porque mientras ellos se disputan la mesa, México se queda sin cena: sin acuerdos, sin consensos y sin soluciones a los problemas urgentes del país.

Etiquetas: CongresoDIPUTADOSMorenaPAN

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