Nació en la segunda década de esta santiagueña ciudad de Querétaro, en el Centro Histórico, descendiente de una añeja familia de la región. Estudió como todas las niñas de clase media de su época, en escuelas particulares, al estar desacreditada la educación pública por la persecución religiosa. Siempre la vi gordita, chaparrita y con su pelo oro gris recortado a la altura de las orejas, vestida con sus eternas faldas y zapatos bajos.
Ya grande se casó con un abogado. ¡Cómo hacían una pareja singular a bordo de su viejo auto del año 40 color pistache, estacionado siempre en Ocampo norte, sobre la acera del número 15! Era un Querétaro con pocos vehículos y la familia de Conchita se daba el lujo de estacionarlo en tan angosta calle sin ser molestados por nadie, ya que la perrada del vecindario no teníamos vehículo. Eso sí, a los chavales nos estorbaba su lanchota porque no nos dejaba jugar a gusto uruguayito, ya que si le dábamos un balonazo a su carrazo de colección, nos regañaba el abogado y hasta a cinturonazos nos intimidaba para dejar la cascarita. Nuestros balones no eran de plástico como los actuales; eran de cuero crudo con pivote mortal a la hora de los cabezazos y más cuando llovía.
Como el pequeño escuincle que tenían se iba al Centro Educativo a estudiar y el licenciado a su juzgado menor a trabajar, pues a Conchita le sobraba el tiempo para hacer sus costuras y, sobre todo, para espiar al vecindario e indagar vida y milagros de la gente, usando como atalaya su alta azotea de tres pisos y los visillos de las ventanas de su sala que daban a la calle Ocampo. Lo mismo observaba desde su azotea a los jugadores y público de la cancha de basquetbol de Capuchinas que a los transeúntes del entorno de Carmelitas. Daba lo mismo si había frío o templanza, lluvia o secano, ella y su hermana solterona, Carmelita, tomaban muy a pecho su papel de los macarras de la moral pública e informaban de sus hallazgos a quien quisiera oírlas, o al padre Eusebio Mendoza del templo cercano.
Las dos hermanas tenían facilidad para cocinar con recetas antiguas y preparaban platillos como para chuparse los dedos, tocándome a mí —niño hambreado— una que otra invitación que agradecía con el alma, pero más me gustaba cuando Conchita y su marido me llevaban a la arena “Bolaños Cacho” a ver la lucha libre de los sábados. ¡No se diga cuando luchaba El Santo en noches memorables!
La mirilla de Conchita lo mismo detectaba a Jorge y Julio Aguilar Mendiola, que a José Luis Pérez, Alejandro Pérez y Fernando Suárez llegar con alipuses encima a sus cercanos domicilios, que a Norma, Leticia y Guadalupe Basaldúa Muñoz echar novio vestidas con minifaldas de colores llamativos y que provocaban la admiración de los viejos y adolescentes y el espanto de las cotillas. ¡Cómo no iban a murmurar las Urbiola si mi cuadra estaba llena de mujeres hermosas como las Basaldúa, las Borbolla y la mismísima Paloma Zúñiga Aguilar o la maestra Carolina Trejo Casillas!
La moda setentera invadió a Querétaro y los ganones éramos los escuincles que hasta nos metíamos en las nuevas y limpias alcantarillas hechas por el gobierno de don Toño Calzada Urquiza y ahí, escondidos, veíamos pasar a las muchachas zanconas y echábamos un ojo a sus prendas interiores.
También
Urbiola se autonombró como centinela de la cuadra y denunciaba ante el mismísimo Benito Correa, jefe de la policía judicial, a los precoces adolescentes que empezaban a gritar amor y paz con carrujos de la hierba mala. ¡Todo sabía la señora sobre la vida, santo y seña de sus vecinos! Sus víctimas favoritas eran los inquietos Marcos Ramírez, Alejandro Pérez Martínez, Fernando Suárez Pérez, Pepe Borbolla, Alberto Alcocer Luque y los vagos del Jardín Guerrero, a quienes traía asoleados con denuncias ciertas o no. Su fama de guardiana llegó a grado tal que “los tamarindos” de tránsito siempre la requerían de testigo cuando sucedían frecuentes accidentes viales en las conflictivas esquinas de Ocampo con Balvanera y Ocampo con Hidalgo. Era tanta la siniestralidad —además del paso obligado del gobernador en turno por estar el Palacio de Gobierno ahí junto— que fueron las primeras intersecciones donde se colocaron espejos para indicar más o menos precaución. ¡Chinches espejos, siempre empañados por el polvo, la lluvia y el sol!
Era increíble cómo en la mismísima madrugada se veía tras las cortinas
de su sala la silueta de Conchita observando el panorama para ver quién entraba o salía de las casas de sus sufridos vecinos. Ya nadie compraba los periódicos locales, porque bastaba con preguntar a doña Concepción para estar enterado de los chismes parroquiales. Supongo que ni La Corneta se introducía por mi rumbo ante la falta de clientela.
Cuando en 1973, Raphael El Divo de Linares estrenó su canción “La Cotillla” en el programa “Siempre en Domingo”, conducido por Raúl Velasco, el muy mula de Jorge Aguilar Mendiola se dirigió muy temprano al otro día a comprar el disco de vinil de El Ruiseñor de Linares en “Grabaciones Selectas”. Imagínense la cara que ponía Conchita cuando desde su visillo escuchaba a volumen alto la música proveniente de la consola de doña Josefina Pérez Uribe viuda de Del Toral con una coplilla que decía: “La Cotillaaaaa… La Cotilla…”, repetida mil veces durante todo el día.
Como Jorge había obtenido el mejor promedio en la carrera de Ingeniería de la UAQ y el presidente Díaz Ordaz le dio una medalla y consiguió buen trabajo en el Banco Rural, pues le alcanzaba para pagarme un buen dinerillo para que este armero y placero de nueve años pusiera una y otra vez la mencionada copla. ¡Creo que hasta Conchita se la aprendió de memoria! ¿Sospecharía que era una indirecta muy directa para ella?
Luego, su hermana Carmelita vendió la casona de tres pisos y Conchita se fue a vivir a Ezequiel Montes sur, casi esquina con Pino Suárez, donde se le veía escudriñar al taquero Maravilla y al deportista y sanote Sergio Chávez Moreno, sentada en su mecedora todo el día, con su eterna corta cabellera de color oro claro.
Para terminar con esta semblanza reproduzco algunos versos de la afamada tonadilla que le dio la vuelta al mundo, pero sobre todo al vecindario de Carmelitas:
La temen en la vecindad, porque su lengua es veneno mortal. Si no sabe algún chisme, lo inventa, el caso es hablar por hablar.
La cotilla, la cotilla… vigila de noche el portal, siempre pendiente de quien viene y va, sus ojos a medio cerrar, parece que duerme y… ya, ya.
La cotilla, la cotilla… de día se asoma al balcón, no falta a ninguna reunión, se sabe la vida y milagros de quien pidas información.
Caiga quien caiga es igual, que sea mentira o verdad, qué más da, lo que importa es contarlo en secreto, a todo aquél que lo quiera escuchar.
Por ella en alguna ocasión, no llega a puerto feliz un amor, pues un casto beso que vio en horrible aborto cambió.
El mundo por ella giró, al son de corneta y tambor y el pan nuestro de cada día o el veneno que había en su voz.
A tiras le quita la piel al que en desgracia le llegue a caer y después se santigua diciendo: “Que Dios nos libre de él”.
La cotilla, la cotilla… no cesa jamás de espiar y en su cerebro parece anotar las cosas y casos que ve y que luego los repite al revés.
Es la cotilla, la cotilla… para ella es un deporte más, hablar mal de los demás, y jura que es de buena tinta lo que se acaba de inventar.
Descripción perfecta de La Cotilla queretana.