En un país donde el fútbol es a veces altar y a veces hoguera, el fin de semana pasado, las Chivas dieron un golpe que no se mide en puntos, sino en emociones: vencieron al América en el Clásico. Un triunfo que no es bálsamo eterno, pero que enardece las venas rojiblancas. Sabe y sabe muy bien, como sabe el primer trago de cerveza fresca después de un partido soleado en el llano.
El Guadalajara, con todas sus limitaciones, jugó con inteligencia y con la dosis de suerte correspondiente ante un rival complejo y completo. Sí, este América ya no es la apisonadora de los últimos tres años, pero sigue siendo candidato al título, sigue siendo el enemigo más temido, contra el que más duele perder. Y en ese contexto, el triunfo pesa más de lo que muestra la tabla.
Más allá de las jugadas y las estadísticas, lo que aquí importa es lo simbólico: cuando Chivas es competitivo, el fútbol mexicano recuerda que tiene raíces y no solo depende de la potencia máxima y el talento de jugadores extranjeros. Es el recordatorio de que hay un club que ha decidido, con orgullo y también con terquedad, jugar solo con mexicanos. Y eso, en tiempos de naturalizaciones, de extranjeros históricos llegando y de canteras olvidadas, se convierte casi en un acto de resistencia. Jugar en Primera División no es un privilegio menor; hacerlo en Chivas, con la presión de portar una camiseta que arrastra historia y mito, es aún más que un trabajo: es una declaración de identidad. Y la mayoría de los jugadores pareciera no entenderlo.
La victoria fue doble: en la Liga MX Femenil también hubo sonrisa rojiblanca. Chivas derrotó al América, que se ha convertido en potencia con fichajes de jugadoras europeas. Dos triunfos en la misma semana contra el rival eterno: pocas veces la vida ofrece estos destellos.
Pero no nos confundamos: este triunfo no salva la temporada. El equipo sigue arrastrando un torneo pobre, raquítico, lleno de decepciones. No se tapa el sol con un dedo. Y, sin embargo, hay victorias que rebasan el calendario, que entran en otra categoría.
Tal como plasmó el escritor alemán W.G. Sebald en Los anillos de Saturno: “la historia no es una línea recta, sino un cúmulo de ruinas que vamos cargando mientras caminamos”. Así es Chivas: un club que ha arrastrado sus glorias e historia en los últimos años. Su grandeza, sostenida en recuerdos de blanco y negro, no será crédito eterno suficiente. El fútbol tiene memoria corta, muy corta, y somos tan buenos o malos como nuestro último partido. Eso es lo que tienen que soportar y disfrutar los equipos históricos: el peso de sus triunfos, a menudo, es más pesado que el de sus derrotas.
Este triunfo contra el América no le quita grandeza al equipo de Coapa, ni cambia el presente raquítico de los de Verde Valle, pero se deposita como una estrella más en esa constelación de recuerdos que, al mirarse en conjunto, siguen dando sentido a la eternidad rojiblanca.
Y mientras los jugadores caminan hacia los vestidores, uno no puede evitar pensar que el fútbol, en su esencia más pura, también es así: un espacio donde el orgullo y la terquedad se encuentran, donde un gol vale más que mil palabras y donde, por un instante, Chivas vuelve a ser grande no solo por lo que ganó, sino por lo que representa.







