En la película Interestelar, en medio de agujeros negros, planetas lejanos y relojes que desafían el tiempo, una frase nos rompe por dentro: “El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende el tiempo y el espacio.” Durante la final de la Champions League, esa frase dejó de ser ciencia ficción para convertirse en verdad absoluta sobre el césped. Porque más allá de la paliza que el PSG le propinó al Inter —más allá de la velocidad, el lujo, la táctica, y no olvidar, los millones—, lo que quedó flotando fue un gesto. Un gesto sencillo, íntimo, eterno.
Luis Enrique, campeón de Europa como entrenador, buscó con la mirada el cielo. La cámara lo captó justo en ese segundo en el que la razón se quiebra y el alma se asoma. En ese momento no era el técnico que acalló críticas, que movió piezas con maestría, que volvió a coronarse en la élite. Era un papá. Un papá que jugaba para su hija.
Porque hay partidos que no se juegan en la cancha. Hay finales que se disputan dentro del pecho. Y esa, la más dura de todas, Luis Enrique la ha vivido desde hace años. La ausencia de su hija Xana no tiene partido de vuelta, ni tampoco minuto 90 ni tanda de penales. Es una herida que no se cura con copas ni titulares. Pero a veces, en medio del estruendo, el universo le concede a algunas personas una tregua: levantar la vista, imaginar una carita sonriente, una risa chiquita entre los astros, y sentir que esa niña está ahí, celebrando con él, como si el amor fuera una especie de señal gravitacional que recorre galaxias y atraviesa el césped de Múnich.
El fútbol es eso. No son solo goles. No son solo estadísticas ni posesiones. A veces es una conexión. Un pase a la memoria. Un guiño a lo que extrañamos. Un balón botando que marca como metrónomo el ritmo al corazón. Por eso, aunque el PSG, ese club de vitrinas vacías y chequera exuberante, ganó con violencia deportiva y hasta con soberbia, el gesto de Luis Enrique hizo que todo valiera la pena. Porque en un mundo cada vez parece más dominado por la prepotencia, la victoria no siempre está en levantar la copa, sino en mirar al cielo y dedicarla a alguien que ya no está… pero que sigue aquí, latiendo.
En la noche más luminosa del fútbol europeo, la orejona no fue la estrella, fue una lágrima la que más brilló. Y esa lágrima no salió de un hincha ni de un jugador. Salió del alma de un padre que, contra toda lógica, todavía juega para su hija. Y lo seguirá haciendo. Porque hay amores que no necesitan cuerpo ni voz. Solo necesitan un balón, una final, y un corazón que nunca olvida. Los que somos padres no queremos ni imaginarnos lo que ha vivido Luis Enrique. Escucharlo recordar a su pequeña nos convierte en seres de cristal, de ese que se rompe con facilidad.
La Champions por fin es del PSG. Pero el corazón de la noche fue de Luis Enrique. Porque en un mundo lleno de ruido, de soberbia y de intereses, a veces basta un gesto puro, una mirada hacia lo alto, para recordarnos que esto no se trata solo de triunfos.
Se trata de amor.
De ausencia.
De memoria.
Y de una niña que, desde alguna estrella, seguramente sonrió.
Eso también es ganar.
Eso también fue la final de Múnich
El fútbol, en su concepción más elemental al final, es eso: una excusa hermosa para recordar que estamos hechos de goles… pero sobre todo de amor.
