Héctor Aguilar Camín
Hay este verso clásico:
“El tiempo pasado y el tiempo presente están los dos, quizá,
presentes en el tiempo futuro”
(T. S. Eliot).
El poder del verso consiste en su carácter a la vez evidente y enigmático. Lo evidente es que el pasado y el presente desembocan en el futuro: una obviedad.
Lo enigmático es que el futuro, que no ha sucedido aún, puede dar o quitar sentido al pasado y al presente.
El poder enigmático del verso otorga al futuro una autonomía, una rotundidad posible. Es decir, que el futuro, sin que nosotros podamos advertirlo, podría estar hablando anticipadamente por nosotros.
Hay en esto una resonancia profética: lo que puede suceder en el futuro cambiará el sentido de lo que hemos vivido en nuestro pasado y en nuestro presente, no importa cuántas vueltas demos antes de llegar.
Tiendo a subrayar el “quizá” del verso.
Nuestro pasado y nuestro presente contienen muchos futuros posibles. El antes y el ahora no están contenidos fatalmente en el después, ni el después es la suma fatal del ahora y del antes.
Entre el pasado, el presente y el futuro se interponen, con soberanía relativa, nuestra memoria y nuestra libertad. Elegimos lo que recordamos y lo que queremos tomar de nuestro presente para construir el futuro. Pero el futuro no es fatal.
Nuestra memoria puede ser melancólica, nuestro presente intolerable. Nuestro futuro puede no ser ni melancólico ni intolerable. Porque no es el espacio absoluto de la fatalidad, sino el espacio relativo de nuestra elección.
Memoria y futuro son como la cabeza y la cola del perro. La cabeza recuerda poco y mal, la cola espera mucho, vivamente. Hay que tomar nota de la esperanza de la cola.
En la memoria es frecuente la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que se ha ido parece a menudo mayor que lo que se tiene. Pero lo que se tiene no ha dicho todo lo que es, lo que puede ser.
El futuro es la línea delgada de lo que pueden soñar y elegir nuestro pasado y nuestro presente. Es el espacio posible de nuestra libertad.