No todos los talleres son lugares físicos. Algunos son templos invisibles donde las almas se reconstruyen a golpe de pincel, de paciencia, de amor al acto de crear. Así es el espacio —y el espíritu— de Carlos Vivar: un artista que no solo pinta imágenes, sino que invoca memorias profundas, mitologías personales, resonancias que habitan debajo de lo que las palabras pueden explicar.
Carlos Vivar no se limita a crear arte. Vive el arte como una forma de respirar el mundo, de salvarse cada día, de tender un puente entre su interior y la vastedad de lo humano.
Desde muy joven, su mirada estuvo marcada por una diferencia que se transformó en don: el daltonismo. Esa manera distinta de percibir el color no lo alejó de su vocación, sino que lo hizo único. En su mundo, los verdes se confundieron con los rojos, los lilas con los azules, pero lejos de verlo como una limitación, Vivar encontró en esta forma singular de ver la vida una fuente de autenticidad. Como dijo alguna vez su hija: “Mi papá ve el mundo de una manera que nadie más ve.”
Su proceso creativo se mueve entre la improvisación y el dominio técnico: entre la libertad de enfrentar un lienzo en blanco sin saber hacia dónde irá, y la certeza silenciosa de que la técnica ya habita en sus manos como un instinto antiguo. “Dominar la técnica —dice— libera la creación. Ya no luchas con el ‘cómo’, solo dejas que el alma hable.”
Cada etapa de su vida ha dejado una huella en su obra. Vivir en Inglaterra, Italia, España y Estados Unidos no solo formó su sensibilidad artística, sino también su carácter. Trabajar como mesero, ayudante de cocina, lavaplatos en Londres mientras recorría los museos más grandes del mundo, fue una escuela de humildad, de resiliencia, de pasión por el arte en su forma más pura.
En Italia, descubrió la fuerza de la escultura funeraria: esas piezas monumentales cargadas de memoria, amor y pérdida. El Cementerio Monumental de Milán se convirtió para él en un museo al aire libre, un altar silencioso donde aprendió que el arte también puede ser un testamento de lo que fuimos.
Aunque su obra ha recorrido varias etapas —desde los íconos prehispánicos hasta los arlequines, caballos de juguete y paisajes europeos—, su lenguaje siempre ha mantenido una constante: el amor por el símbolo. Para Carlos Vivar, un ícono no es solo una forma; es una puerta abierta a la emoción, una condensación poética de lo que no puede decirse de otro modo.
Más allá de los estilos, más allá de los temas, lo que atraviesa su obra es la necesidad de expresarse con verdad. No busca complacer a un público, no crea para ser comprendido de forma literal. Crea para ser auténtico. Crea porque no sabe vivir de otra manera.
Y en este mundo vertiginoso, saturado de imágenes prefabricadas, su propuesta es radical: volver a la mano humana, al error luminoso, al accidente feliz. Frente al avance de la inteligencia artificial, Carlos defiende la imperfección como un acto de belleza profunda: “Nada puede sustituir el latido de la mano que tiembla al crear.”
El arte no ha sido solo un camino estético para Vivar; ha sido un camino de salvación. “Todos los días el arte me salva”, confiesa con la serenidad de quien ha encontrado en su vocación un refugio contra las sombras. Crear no es para él un acto esporádico: es una forma de existencia, un ancla diaria que sostiene su vida emocional.
Y aun en los momentos de silencio creativo —esos vacíos donde nada fluye—, no fuerza la inspiración. La deja llegar, como se deja llegar el alba: a veces lenta, a veces súbita, pero siempre inevitable si uno sabe esperar con humildad.
Hoy, tras más de tres décadas de trayectoria profesional, Carlos Vivar celebra su historia con la publicación de un libro monumental: 304 páginas de memoria artística, nutridas con comentarios de críticos, amigos, filósofos y compañeros de viaje, entre ellos Roberto González, Guillermo Zajarias y David Nájera. Un testimonio no solo de su obra, sino de su forma de mirar, de vivir, de sentir.
Este libro —que se presentará en recintos de México, Europa y Asia, incluyendo Querétaro, Ciudad de México, Madrid y Bruselas— no es un cierre: es una nueva apertura. Porque para Vivar, el arte nunca es un punto final. Es un río que sigue fluyendo, un viaje que nunca termina.
¿Qué busca provocar en el espectador? Nada y todo. No pretende enseñar, ni sanar, ni dictar significados. Prefiere ofrecer un espejo donde cada quien encuentre su propia imagen, su propio mito, su propio eco. Porque, como dice, cada obra cobra vida nueva en los ojos que la miran.
Carlos Vivar no solo pinta mundos. Los habita, los siente, los transforma. Y en esa alquimia silenciosa, nos recuerda que crear es, en el fondo, un acto de amor radical: hacia uno mismo, hacia la vida, hacia aquello que todavía puede ser salvado.
Su vida y su obra son un ejemplo silencioso pero contundente de una verdad esencial: crear no es un lujo, es una necesidad.