El mes de mayo del año 2004 marcó para siempre la vida de Felipe Calderón. En una comida campestre en el rancho de Francisco Ramírez Acuña, pegó el “madruguete” a todos los panistas y se “destapó” como aspirante a la presidencia de la República.
Vicente Fox lo corrió de la secretaría de Energía, no sin antes condenar su imprudencia. Y su falta de disciplina, aunque eso no lo dijo abiertamente.
Muchos años después, Marcelo Ebrard, rescatado de su exilio voluntario en Europa y Estados Unidos por Andrés Manuel López Obrador, quien lo hizo canciller nacional, en una reunión, de amigos en Ocoyoacac, estado de México, donde está la finca “Los barandales”, de la familia Moreno Sánchez, hizo lo mismo, sin las mismas consecuencias.
Se destapó sin audacia, porque el presidente ya lo había mencionado; se cobijó en el dicho presidencial en cuya verbosidad se incluye a todo el mundo como posible sucesor, se curó en salud y se sumó a la lista de la intrascendencia.
A final de cuentas hagan cuanto quieran hacer los suspirantes y los aspirantes, no serán sus acciones, estrategias o declaraciones, garantía de nada. El sucesor, o al menos el candidato, será quien inconsultamente decida el presidente, sin tomar en cuenta nada más allá de su capricho y la idea (absolutamente fallida), de una fidelidad postsexenal.
Hoy muy pocos le son fieles. La mayoría simula serlo, pero esa harina de distinto costal. Muy pronto muchos van a negarlo como San Pedro a Jesús. Y eso, fuera de los aromas de la santidad. No hay Cristo sin Judas.
Ebrard comparte con Calderón otra similitud: a los dos los corrió de su trabajo Vicente Fox. A Calderón por adelantado, insumiso y audaz. Pero le valió la pena. A fin de cuentas, llegó a donde quería. Haiga sido como haiga sido.
Y a Ebrard el mismo Don Vicente lo echó de la secretaria de Seguridad por la colección de incompetencias, cuya incapacidad policiaca, no logró evitar un linchamiento. Un ridículo mortal.
Mientras el jefe de la policía no podría trasladarse al remoto lugar del delito, los asesinos y la televisión sí estaban ahí.
Entonces fue cuando Andrés Manuel lo rescató en una jugada de tres bandas: le llevaba las contras a Fox y se hacia de un agradecido y endeudado secretario de Desarrollo Social, oficina desde donde se manejan los programas clientelares y la promoción del voto, además del financiamiento electoral. Un jugoso talego.
Y Marcelo cumplió como ha cumplido siempre con los encargos de sus jefes. Con diligencia, eficiencia, urgencia y reverencia. Cuanta ciencia.
Todo esto se da en medio de un programa de variedades. Casi como un teatro de revista:
El presidente juega con las ambiciones dormidas o despiertas y disimuladas. Estimula a los insignificantes y limita a los potencialmente capaces. Los premios de Chabelo.
Les pone y remueve el dedo con atole los arriesga como novias de pueblo dispuestas al vestido y el alboroto, e inventa un nuevo juego en el “tapadismo” de la tradición política heredada del PRI.
Juega con la foto y el movimiento, canta como sirena y se ríe como solo hacen los maestros de la escena cuando el público se desternilla con sus ocurrencias.
En lugar de la capucha él ha tapado al suyo (o la suya), no con un capirote, sino con una linda corcholata, pieza remota, de cuando los perros se amarraban con longaniza. Esas tapas se dejaron de usar hace mucho. Y las pocas útiles ahora ya no tienen corcho.
Esto es un doble engaño, como si el arte del “tapadismo” consistiera en la capucha y no en la identidad del hombre –o la mujer–, oculto debajo de ella. ¿Y la botella destapada, apá?
El pueblo elegirá a su corcholata favorita. Y él obedecerá.
¿Tendremos una consulta patito y otra corcholatita?