La noticia de la muerte de Brigitte Bardot marca el fin de los sueños de muchos de mis contemporáneos. Dios creó a la mujer y el tiempo mató a Brigitte.
Todos padecimos la frustración por su inaccesible imagen cuando la vimos provocativa en el cine. Con ella creamos toda clase de fantasías sobre las mujeres de la pre revolución sexual.
Su sexualidad no tuvo par en la pantalla y su misantropía de ermitaña, convertida en matrona humeante y malhumorada protectora de focas, cuyo rostro agrietado recordaba a las martirinas lonjas detrás de la madera de una barra, fue simplemente un crimen de abandono.
Cuando BB incendiaba las pantallas con su mezcla de lujuria y perversidad inocente, era una mujer liberadora para las demás. Jamás se tragó las modas feministas. No le hizo falta De Beauvoir. Estaba por encima del esnobismo.
Cuando opinó sobre el “me too”, con toda la boca les dijo hipócritas a quienes aceptaron los pagos y luego denunciaron abusos y violaciones.
Fue dueña total de sus excesos, de su cuerpo y sus consecuencias. Cuando quiso se exhibió y se compartió con la serenidad de una estatua en Saint-Tropez.
Y cuando quiso, con su descuido tomó venganza y nos tiró al piso la flor marchita de su dejadez. Su hermosura fue suya y un día, harta, se rehusó a compartirla más. La destruyó con carbohidratos mientras buscaba la paz en los ojos de un perro.
Yo la conocí en su tiempo.
Su descarada belleza me impactó profundamente (yo tenía 19 años) y confirmó de paso mi incipiente vocación por el periodismo. Cuando una forma de vida así, te pone el rostro de Brigitte Bardot al alcance de la mano, o de la boca, estás frente a una maravilla perdurable. Sin embargo…
Esta es la crónica de una cobardía.
Cuando pude robarle un beso, me acobardé. Todavía hoy, casi 55 años después, me sigo arrepintiendo de no haberlo hecho cuando la tuve tan cerca como su perfume. Así consta en “Fuego de mis entrañas”, publicado hace tres años.
“…Una tarde ocurrió algo extraño. El subdirector (La prensa) me preguntó si yo hablaba francés. Le dije sí, un poco…
—Entonces váyase a entrevistar a Brigitte Bardot. Ofrece una conferencia de prensa hoy a las seis. Al final pregúntele algo sólo para nosotros, piense.
Al principio lo consideré una broma. Pero al llegar al Hotel presidente de la calle Hamburgo, en cuyo Bar Zafiro mi padre me había presentado a Cuco Sánchez, su amigo desde los tiempos de XEQ, me di cuenta de la otra realidad.
“Los pisos alfombrados, los muebles elegantes, el corredor con azucenas.
Y de pronto, el esplendor: ella, con unos ceñidísimos pantalones blancos, botas al muslo, una blusa vaporosa de seda, blanca también; un grueso cinturón negro y un colguije, como una sonrisa vertical de ébano colgando a la mitad de los senos cuya redondez era luna y montaña. Cuando acabó la conferencia en la cual yo hice un par de preguntas, me acerqué a la increíble mujer. Hombro con hombro. Altiva e indiferente, apresuró el paso.
—¿Y si le planto un beso, qué chingados pasa?, pensé.
Me acobardé, no hice nada; no pasó nada.
“Le pregunté algo y apenas murmuró una respuesta y apresuró el paso firme de sus botas de mosquetera. Sin embargo, tuvo una inesperada cortesía, sus palabras, “au revoir”, quedaron hasta hoy, suspendidas en el aire. “La foto de mi breve caminata con ella se publicó en la edición del día siguiente junto a una crónica atropellada. Pero esa publicación me sirvió internamente. Mi protector me había conseguido el escritorio de un enviado a cubrir la campaña presidencial de Luis Echeverría y debajo del vidrio coloqué, amplificada, la foto donde marché junto a Brigitte, acariciado por el vuelo de su cabellera en la puerta abierta del Hotel Presidente”.





