Cuando eres adolescente, la muerte parece un concepto abstracto, un tema lejano, como una sombra que nunca te alcanza. La juventud, esa etapa fugaz en la que te sientes invencible, te embriaga de una confianza ciega, como si los golpes de la vida nunca pudieran alcanzarte. El tiempo, mientras tanto, avanza en su curso y uno se va adentrando en la realidad con una mezcla de asombro y pesar. Como si el balonazo que alguna vez te dolió en el pecho fuera ahora algo más que un simple golpe: es un recordatorio de que lo que parece eterno, no lo es.
Ayer, la noticia del fallecimiento de “Yayo”, un compañero de aquellos días de fútbol —de esos que compartieron contigo el campo, los gritos, las victorias y las derrotas— me golpeó con la fuerza de un balón lanzado directo al estómago. Hacía tiempo que no nos veíamos, pero fue mi compañero en el empastado, y los que hemos pateado la pelota, incluso en el llano, sabemos lo que eso significa: el fútbol crea un lazo único con cada compañero, una cercanía que solo el campo sabe forjar, un vínculo que trasciende las palabras y se construye en cada pase, en cada jugada compartida. Y si, fue un compañero que compartió las horas de sacrificio, las mismas tardes de entrenamiento bajo el sol, el mismo sudor y las mismas celebraciones en las míticas canchas del San Javier. Ese compañero que no solo defendió un equipo, sino que también defendió la pasión que nos unía. Y ahora, como una cruel paradoja, ya no está.
La noticia llegó: falleció por una enfermedad, una de esas batallas invisibles que solo quienes la enfrentan saben lo que realmente cuestan. Y aunque el fútbol te enseña a combatir contra un rival físico, nada te prepara para las batallas silenciosas que ocurren fuera del campo. En su despedida, como ocurre en tantos momentos de la vida, las palabras se quedan cortas. Te preguntas por qué alguien tan joven, con treinta y pocos años y con tanta vida por delante, tuvo que irse. Y entonces, uno se da cuenta de algo que, aunque evidente, muchas veces no se asume hasta que el golpe es real: todo lo que tienes es el presente, las personas a tu alrededor, y la pasión que te hace seguir adelante. El fútbol, en su nobleza, nos da estas lecciones con la dureza de un partido que se va a tiempo extra sin aviso previo.
Hoy quiero recordar a esos compañeros que ya no están, que dejaron su huella en la vida y en el campo. Hace unos meses, Paquito, el oaxaqueño de corazón enorme, con quien compartí risas y goles en Madrid. Ese tipo que siempre tenía una sonrisa dispuesta, que ponía todo en cada jugada, y que disfrutamos del tercer tiempo lejos de nuestra tierra. Y ayer, Jair, “Yayo”, el mediocampista fino, un guerrero, quien luchó hasta el último aliento en su batalla personal con la enfermedad. Un jugador incansable que no necesitaba palabras para demostrar lo que sentía en el campo. Ambos, en sus maneras particulares, nos dejaron un legado de fuerza, alegría y sacrificio.
El fútbol no se trata solo de goles o victorias; se trata de esos momentos compartidos, de esas horas que parecían eternas pero que en realidad eran solo un suspiro, un suspiro que ahora se convierte en un recuerdo.
Hoy, en el silencio de un campo vacío, imagino que el balón sigue rodando, pero ahora en otro lugar, donde Paquito y Jair continúan jugando, defendiendo cada uno sus colores con la misma pasión que les caracterizó. Que ellos sigan jugando en ese partido eterno, con la misma intensidad con la que vivieron, con la misma alegría con la que nos hicieron disfrutar de cada jugada.
Y como siempre, el fútbol, aunque sea un cliché, nos recuerda lo esencial: que, en esta vida fugaz, lo único que realmente importa son las personas con las que compartimos nuestros días. La familia, los amigos, los compañeros que nos enseñan a jugar, a luchar y a soñar. Al final, no hay goles ni victorias que se comparen con el amor y la amistad que dejamos atrás.
Así que, querido lector, amigo, aprovecha el tiempo con los que tienes cerca. Disfruta de los entrenamientos, de las risas, de los partidos e incluso de esos terceros tiempos. Porque cuando el silbato final suene, lo que quedará será la memoria de esos momentos compartidos, y quizás, solo quizás, un balón rodando eternamente en el cielo.
Con Paquito y Jair, el balón sigue en juego. Hoy, el balón está con ellos.