Don Benito II
Juárez fue presidente catorce años, intermitentemente dada la inestabilidad del país. Su personalidad era contradictoria, como todo hombre de carne y hueso: ambicioso de poder y apariencia austera, luz y sombra, látigo y flor. Falleció a los 66 años de un mal cardiaco en 1872. Como afirma Antonia Pi-Suñer Llorens, “la muerte vino a evitar grandes problemas al Benemérito; por un lado, relevarlo de una gestión que se presentaba dificilísima, y por otro, a impedirle acostumbrarse a ser insustituible como luego se sentiría su entonces contrincante”, refiriéndose a Porfirio Díaz.
Correspondió a Miguel Lerdo de Tejada tomar el mando, entonces presidente de la Suprema Corte. Lerdo consiguió extender el control del gobierno a regiones que se habían resistido, concretamente al territorio de Tepic, dominado por el cacicazgo de Manuel Lozada, quien lideraba una especie de república campesina, al que venció y fusiló en 1873. Pero al intentar reelegirse, en 1876, Lerdo tropezó con la revuelta de Tuxtepec encabezada por Díaz, quien lo acusaba, entre otras cosas de malversación de fondos. Díaz derrotó a las tropas federales y, después de varias escaramuzas, obligó a Lerdo a dimitir y entró victorioso a la capital. Después de un interinato, Díaz fue electo en 1877, fecha en que comenzó una larga Era conocida como el Porfiriato. Era de paz ficticia, modernización a costa de la depredación de tradiciones culturales prehispánicas, obras impresionantes como la del ferrocarril, ese medio de comunicación que atravesaba increíbles puentes, como lo que documenta el gran paisajista José María Velasco. Era en la que nace también el culto al Benemérito.
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Sufragio efectivo, no reelección. Respeto a la división de poderes. Sí a la vida y a la libertad de expresión.