GOTA A GOTA
La demagogia
La palabra tiene una raíz griega: ‘demos’, pueblo y ‘ago’, guiado. Esto supone un guía, un conductor; una práctica política que apela a los sentimientos más elementales, los más bajos: el miedo, la envidia, el odio. Estos dirigentes, por otra parte, nunca muestran la realidad como es, sino como ellos la perciben, pero además creen que son los únicos capaces de percibirla con claridad, los únicos capaces de interpretar los deseos de las masas. Aristóteles y Platón vinculaban la demagogia con el autoritarismo. Y la temían: como una forma degenerada o impura de la democracia, en tanto que el ciudadano dejaba de ser independiente, pasando a un estado de entidad manipulada.
En nuestros días, un pensador como Tzvetan Todorov, que padeció el totalitarismo ruso, asocia la demagogia con el populismo, una praxis que identifica las preocupaciones de muchos y, para aliviarla propone soluciones fáciles de entender, pero imposibles de aplicar. “El populista – dice Todorov – se dirige a la multitud con la que está en contacto: un mitin en la plaza pública, los espectadores de la televisión o los oyentes de la radio”. Recluta aquí y allá a las personas menos formadas, a las de más débil conciencia crítica. Monta su clientela alrededor de personas resentidas, vencidas por las circunstancias, pero con el ánimo levantado merced a las mentiras, las promesas desconsideradas, el halago, la ilusión de dar el salto a una vida digna, que nunca llegará.
Según Todorov, lo contrario de un demagogo, sería un hombre de Estado que propone motivos para razonar y actuar.