GOTA A GOTA
ELOGIO DE UN DESOBEDIENTE
Estamos en los años previos a la guerra entre Estados Unidos y México (1846-1848). El vecino del Norte se prepara para la invasión. Su propósito es más que claro: se trata de la ampliación de territorios en los que la esclavitud fuese legal como estrategia para mantener la economía norteamericana de aquellos días. La preparación incluye la exigencia a sus ciudadanos para financiar el atropello. Pocos, muy pocos, se resisten. Uno de ellos es Henry David Thoreau, quien vive entonces en la soledad de una cabaña, construida con sus propias manos, a orillas de Walden, en Concord Massachusetts, en un terreno prestado por su amigo y protector Ralph Waldo Emerson. Desde ahí, desde su refugio, ha dicho no a esa pretensión injusta. Una negación en consonancia con su pensamiento y su vida. Una vida hermosa, si las hay.
No entenderíamos a Thoreau sin Emerson (1803- 1882), escritor y poeta, que, entre otras cosas, sugiere a Thoreau escribir un Diario que emprende con toda disciplina y abarca los años 1837-1961. De ese documento habrán de desgranarse conferencias y ensayos, entre otros su célebre reflexión sobre La desobediencia civil publicado en 1849; un ensayo coyuntural ciertamente que se desprende de su Declaración de principios, texto publicado después de su muerte en 1862 en el Atlantic Monthly, una especie de testamento espiritual en el que definía una trayectoria de vida con fundamento en la austeridad, la modestia, la lucha por la justicia, el amor a la naturaleza.
Que siguió los pasos de Emerson, no cabe duda. Antes que Thoreau, su mentor ya se había pronunciado en contra de la Fugitive Slave Act que reforzaba las medidas para devolver a sus dueños a los esclavos que huían hacia el norte. “No la obedeceré”, afirmaba Emerson. Pero más allá, o más acá, de esas respuestas situacionales, Thoreau buscaba la autenticidad de existencia, al igual que un Emerson que no dejaba de plantarse en una mismidad, por así decirlo, alejaba del sentido gregario del vivir: “ser unos mismo en un mundo que constantemente trata de que no lo seas, es el mayor de los logros”. Estaba tatuada en él, en Thoreau, digo, la libertad de conciencia, que también lo hermanaba con Roger Williams, el disidente puritano que pugnó por la separación entre la iglesia y el Estado.
Sus palabras resuenan como un relámpago en el cielo: “yo debo seguir el sendero, por muy solitario, estrecho y tenebroso que sea, pro donde caminar con amor y respeto. Allí donde un hombre se separa de la multitud y sigue su propio camino hay una bifurcación en la carretera, aunque los viajeros asiduos no vean más que un boquete en la empalizada”. Por eso se niega dejarse arrastrar por la trivialidad: la lectura de los periódicos, las vanas conversaciones; lo mismo que a consumir la vida solo para ganarse el pan. Su cotidianidad es una oda al ocio creativo, que no se confunde con la holgazanería. El negocio es enemigo de la poesía. La búsqueda del oro, tan en boga por aquel entonces es un desastre; los hallazgos de ese metal arrojan a los hombres a la disipación. El buscador de oro es enemigo del trabajo honrado.
El afán de riqueza desvía nuestro camino. Es una falta de respeto a nuestra sagrada intimidad. Es una profanación. Y “si nos hemos profanado a nosotros mismo –y quién no- el remedio será la cautela para volver a consagrarnos y convertir de nuevo a nuestras mentes en santuarios. Deberíamos tratar a nuestras mentes, es decir, a nosotros mismos, como a niños inocentes e ingenuos y ser nuestros propios guardianes y tener cuidado de prestar atención sólo a los objetos y temas que merezcan la pena. No leáis el times, leed Eternidades.
Thoreau huye de las comodidades, de las preocupaciones que abruman el sueño y la vigilia. “Me fui a los bosques porque quería vivir con un objetivo: atender solamente a los hechos esenciales de la vida, para no descubrir, llegada mi hora, que no había vivido”. Dos años 1845-1847 duró esa experiencia autárquica, pues además de dedicarse a la observación, cultiva y cosecha sus alimentos. Todo eso que contiene su gran libro Walden. La vida en los bosques (1854).
¿Tenemos ya un perfil? Una personalidad polifónica: asceta, liberal, con un aroma levemente anarquista, crítico del industrialismo. Un naturalista. Las primeras páginas de La desobediencia civil nos hablan de su escepticismo político: “el mejor gobierno es el que gobierna menso (…) el que no gobierna en absoluto (…) el gobierno es un mal recurso”. Pues bien sabía que suele extralimitarse en sus funciones. Y en ese sentido no contribuye a la libertad ni educa. Como hombre, como ciudadano –somos primero aquello que esto- pensaba que lo deseable no es la observancia de la ley, sino el respeto y la justicia. La única obligación ciudadana es hacer lo que crea justo. Por eso, en ese entorno de violencia invasora y esclavista, levantaba la voz. Contestatario y marginal, esta criatura buena, tan solitaria como solidaria, proclamaba que había llegado el momento de que los hombres honrados se rebelaran y sublevaran (…) Un hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar, no deseará que prevalezca la injusticia frente al poder de la mayoría, pues hay poca virtud en la acción de las masas”.
Para Thoreau no basta opinar. Es preciso actuar. Bien sabido es que se negó a pagar el diezmo para mantener al clérigo de su parroquia y que durante seis años dejó de pagar impuestos, pues intuía que el destino de aquellos gravámenes era el pillaje contra México. Como consecuencia de ese rehusarse pasó una noche en prisión, pero fue liberado porque alguien pagó por él. Sin embargo, como si su espalda fuera de “hueso”, no se doblegó. Más aún, consideraba que el desobedecer, más que un derecho, era un deber ciudadano, del ciudadano consciente y crítico. Ya que someterse al orden y al gobierno civil, decía, “nos hace honrar y alabar nuestra propia vileza”.
Y así como que se resistió al injusto expansionismo y retiró su apoyo al gobierno de Massachusetts por su jingoísmo, por ese juego patriotero y chauvinista de una política exterior agresiva, desconoció a ese mismo gobierno que sostenía las medidas para perseguir a los esclavos fugitivos. Fue grande su indignación cuando el esclavo Anthony Burns fue devuelto a sus “dueños”.
Eh aquí al Thoreau rebelde, pleno del humanismo, que después de su retiro en Walden, regresa a la ‘civilización’ para continuar sus labores domésticas al servicio de Emerson y unirse a éste en el proyecto del trascendental Club. El trascendentalismo abrazó el pensamiento de Kant, Fichte, Schelling. En Emerson se traducía en una búsqueda de la independencia personal guiada por la intuición y la observación directa de las leyes de la naturaleza que le abriera la puerta de entrada a esa cercanía con la energía cósmica, fuente creadora de la vida. ¿Dios o totalidad? Todo dependía de las aspiraciones del alma. Deístas y ateos cabían por igual.
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Es un lugar común afirmar a propósito de cualquier ser humano con un talento especial, que se trata de un ‘ser excepcional’. Thoreau lo era de verdad. Por eso, valoremos las palabras de Henry Miller, tan reacio a la lisonja: “tan solo hay cinco o seis hombres en la historia de América que para mí tiene significado”. Uno era Thoreau.
La tuberculosis puso fin a la vida de David Henry Thoreau. A los 44 años. En su entierro Emerson leyó la oración fúnebre: “su alma estaba hecha para la más noble de las comunidades; agotó su corta vida con intensidad las capacidades de este mundo”.
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A doscientos de su natalicio, recordamos a Thoreau con amor fraterno. Como mexicanos agradecidos por la defensa, aunque indirecta, que hizo de esta nación nuestra frente a la prepotencia de sus paisanos. Y como ciudadanos del mundo por su amor a la naturaleza, en un planeta desdichado por la ofensa de un insensato que, de cara a la realidad estremecedora del calentamiento global, se muestra indiferente, amén de todas esas medidas discriminatorias que reviven el odio a la diversidad, fortaleza de la democracia. ¡Qué actuales son las palabras de Thoreau a propósito de esto! “El espíritu de secta y la intolerancia han puesto sus pezuñas en medio de las estrellas”