Cosas de aquí
La escalera del deseo
Fragmento del libro Fulgores de México
Admitamos, pues, que la complejidad del personaje (Benito Juárez) objeta cualquier definición en unas cuantas palabras. El patricio republicano fue también un perseguido, un exiliado romántico, un pedagogo, un servidor público probo, un hombre de Estado y, si se quiere, corrigiéndome ahora mismo, un demócrata, no en el sentido en el que entendemos actualmente tal atributo, sino en el de alguien que combatió el régimen teocrático, de ese alguien que se propuso separar Iglesia y Estado y demolió viejos ceremoniales, pues en aquella Oaxaca suya dejó de cantarse el Te Deum “cuando el gobernador toma posesión, movido por la convicción de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia religiosa”; de ese alguien que, en fin, construye y difunde una nueva retórica, un léxico republicano y patriota, un nuevo modo de argumentar, hecho de palabras como constitución, ley, patria, nación, libertad, progreso, es decir, un tejido simbólico que codifica el nuevo discurso político, a menudo resuelto en un estilo aforístico tan citable como peligroso, pues si leemos, por ejemplo, fuera de contexto, aquello de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, podríamos justificar el derecho a acumular infinitas riquezas a costa del sufrimiento de los demás. De modo que apotegma pacifista alusivo a las relaciones internacionales, podría dar pie a la defensa de las más oprobiosas desigualdades. Cuidémonos entonces de invocar sin ton ni son las palabras del de Guelatao, sobre todo ahora que los conservadores están de vuelta, decididos a demostrarnos que la historia no sigue un curso lineal y que, para fortuna de sus intereses, toda barbarie es posible.
Juárez sería el demócrata que, paradójicamente, reinventa una cultura autoritaria, libre ya de las cadenas religiosas, pero ahora atada a la figura señera del padre, del presidente, de esa metamorfosis del tlatoani, del que habla bien, defiende y salva la patria. Y Juárez, el gobernante, sería también, paradójicamente, el indígena que, burlando el racismo, se convierte en el gran escenógrafo y actor de nuestra modernidad política, aquel que no necesita ya de las consagraciones propias de los “reyes de teatro”; aquel que en rico despliegue simbólico, se hace reconocer en toda su fuerza dramática, ora enterrando a su pequeña hija como un ciudadano cualquiera, ora afirmando su energía cuando niega el perdón al intruso austriaco o cuando su gobierno masacra a los sublevados de la Ciudadela.
Pasiones, imprecisiones, lugares comunes trenzan, pues, el enigma de ese gran señor mexicano. El lugar más común: acaso el relato de una vida que va de la humildísima cuna al más alto sitial, merced a la educación; ésta favorece, es verdad, la movilidad ascendente, pero no en toda circunstancia. Basta ver hoy a millones de jóvenes bien formados, pero a la deriva, sin porvenir alguno. Ciertamente, la educación del oaxaqueño era notable para su tiempo, así diga Altamirano que era “escasa e imperfecta”. Las disciplinas humanísticas -Filosofía y Jurisprudencia- dieron claridad a su mente; las lenguas le abrieron ventanas al mundo: leía en latín, en francés, en inglés. Pero en el ascenso de nuestro personaje influyeron también la protección bondadosa de los desconocidos como Antonio Salanueva, y la fuerza tutelar de las nuevas fraternidades -como la masonería en la cual lo inició Francisco Banuet- que brotaron en medio de aquella “sociedad enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones”, a decir del propio Juárez. Y no olvido esa casa de prostitución -así llamaban los reaccionarios al Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca-, receptáculo y espacio de trasmisión de los ideales liberales, creado por decreto del congreso local del que formaban parte eclesiásticos de mente abierta a las ciencias y a las humanidades, e inaugurado el 8 de enero de 1827. Allí se formaron las nuevas élites; allí se inscribió Juárez por recomendación de Miguel Méndez y allí creció en fortaleza moral e intelectual.
Me detengo en la palabra preocupaciones; en ella se condensa tanto la formulación de la crítica a su tiempo como la construcción del nuevo sujeto ético que encarna en él, e incluso su concepción pedagógica. En sus Apuntes para mis hijos y en varias catas dirigidas a su yerno Pedro Santacilia, a cuyo cargo estuvo su familia durante la intervención francesa, alude a ellas como una esclavitud del alma, pues ya le recomienda que “cuide que sus hijos se impregnen de las preocupaciones que producen las prácticas supersticiosas”, ya le suplica que no los ponga bajo la dirección de ningún jesuita ni de ningún sectario de alguna religión, que aprendan a filosofar, esto es, que aprendan a investigar por qué o la razón de las cosas para que en su tránsito por este mundo tengan por guía la verdad y no los errores y preocupaciones que hacen infelices y desgraciados a los hombres y a los pueblos.
Este Juárez, padre y pedagogo, me lleva a Rousseau, a sus consejos para la educación de Emilio: “que vea con sus propios ojos, que sienta con su corazón, que ninguna autoridad lo gobierne si no es la de su propia razón”. Digamos que su mentor, Antonio Salanueva, representa ese momento de transición en el cual un mundo caduca y otro despierta, pues “aunque muy dedicado a la devoción y las prácticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud”; Juárez, en cambio, encarna, sin ambigüedades, el nuevo ethos, no obstante los resabios de un vocabulario católico, manifiesto en palabras como sagrados deberes, Providencia, el Todopoderoso, santa causa, sacrificio… La laicidad que vive y proclama funda un nuevo sujeto ético, basado en la libertad de conciencia y la igualdad ciudadana. Ese ethos no configura propiamente un sistema, sino un conjunto de principios que nutre una nueva espiritualidad no inscrita ya en la religión sino en el discernir filosófico, en la razón, en una exigencia de lucidez, en la autonomía del yo.