En recuerdo de R.H.C.
Quizá la conquista de la historia sea la mayor y más patológica ambición de la megalomanía. Dominar de tal manera el presente como para convertirse en materia de memoria en el futuro, cuando tantos afanes ya no podrán ser disfrutados ni comprobados. Sólo se pertenecen al reino de la historia si se ha pasado a la otra vida, si esa existiera.
La historia es el camposanto de lo heroico o lo abominable. Por desgracia en renglones paralelos sus nombres se escriben en la misma página: uno con tinta de elogio, ejemplo y martirio; el otro con pus de traición, pero de la mano por la eternidad caminan los fantasmas de Francisco Madero y Victoriano Huerta.
Reencarnar en libro escolar, convertirse en una estatua repetida cada quince metros, sin contar para ello con el respeto de pájaros y palomas; pedirles a los niños tareas escolares con la biografía (casi siempre falsa) del hombre providencial cuya fortaleza, estoicismo, madurez, severidad y austero decoro –casi siempre falsas virtudes–, le permitieron a la nación sobrepasar los procelosos mares de las interminables crisis.
Volver la carne mármol. Ese es el reto, pero también esa es la recompensa de la grandeza.
Iniciar una dinastía interminable por cuyo fulgor los descendientes puedan ufanarse de su sangre patricia, noble, aristocrática, transformadora.
–¿Usted no sabe de quien soy hijo?
El reto consiste en escribir el porvenir con la pluma inmediata del ahora.
Por eso se cambian las leyes, los hábitos, las costumbres, por eso se deja una impronta en todo cuanto se hace, se come o se dice. La tlayuda y el discurso.
No se trata de la burocrática concepción del servicio público para lo cual las instituciones son herramientas funcionales. No, de ninguna manera. Se trata de usar esas instituciones para construir el pedestal, el monumento y algún día el, mausoleo.
El Valle de los Caídos se alzó, con todos sus bloques de contundente fortaleza, para el caído mayor, a quien ni siquiera lo mató una bala. Lo asesinaron los años, la edad, la decrepitud en una cama olorosa a meados rodeada de curas y doctores.
El Tercer Reich iba a durar mil años. La Cuarta Transformación nos ha convocado a hacer cosas apenas logradas tres veces antes en todo nuestro pasado. Primero la Independencia, luego la Reforma; después de la Revolución y ahora… ¿Qué?: LA transformación.
–Pero ¿cómo se va a transformar el país? ¿Dejará de ser una República representativa para formarse al capricho de las falsas encuestas en una república participativa, donde todos quieran tener un espacio en la orgía de los tioneos del poder? ¿Permitiremos la reelección o la extensión recurrente del mandato sin elecciones, en inusitado regreso a los tiempos de Don Porfirio?
¿Vamos hacia una República Moral en cuyas filas puedan marchar lo mismo Manuel Bartlett, Jaime Bonilla y Félix Salgado Macedonio y su Vaquita hija — famosa como “La torita” — escoltados por Clara Brugada y Juanito?
¿Nos encaminamos acaso a un país cínico donde hasta Diógenes perdería la tinaja, en el cual las violaciones a la constitución se justifican en el nombre de la defensa de la ley como forma anacrónica del desquite rencoroso por derrotas electorales anteriores, vestidas siempre y mal comprendidas como fraudes
No sabemos todavía, no comprendemos bien a bien porque quien nos ha convocado tampoco sabe –más allá de su propia confusión— a donde vamos, pero lo evidente es una carretera sin rumbo, como quien viaja contra la noche, la bruma o el inalcanzable horizonte.
Vamos a transformar la vida pública. Vamos a acabar con la corrupción sin licitación. Yo me adjudico la erradicación de tan perniciosa y crónica condición mexicana, así soborne al pueblo con dádivas y obsequios, árboles secos y pensiones insuficientes; vacunas insuficientes, y abundantes mensajes matutinos.
–¿Pero en qué la vamos a transformar? ¿Sera redondo ahora lo cuadrado; oval lo circular; negro lo blanco?
Hoy somos personajes de Saint-Exupery:
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos, no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad desea ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable.
Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables…
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
La autoridad como ladrillo para el monumento, no como herramienta administrativa. La pretendida omisapiencia como característica de infalibilidad. Yo ejecuto las líneas del gobierno, pero también dicto la justicia, hago la ley y la acato o la desobedezco según sea conveniente para los únicos fines válidos en la Nación; los míos, los personales. Yo soy la nación porque de esa manera me garantizo ser también la historia, esa obsesión a la cual me acerco con un rosario de anécdotas sobre los momentos imaginarios de los hombres de antes. Imágenes de almanaque: los valientes no asesinan.
¿Dónde está mi frase para la posteridad? ¿Pondrán en los muros de los edificios públicos, “Primero los pobres “y quitarán aquello de “La patria es primero”? No; mejor podría inscribir en aurea caligrafía perdurable:
“Primero la patria de los pobres”.
Genial Pacoinazín, genial idea. Te nombro embajador en España.
Mientras tanto la vida pública es un espectáculo insólito. Un divertimento, una muleta festiva, una distracción cuya bala sale por la culata, porque nadie puede combinar tanta alegría de Día de las Madres, cuando por las calles las madres (no son de la Plaza de mayo, son del mes de mayo), exigen conocer el paradero de sus hijos ausentes, mientras Alejandro Encinas exhibe su paciente ineptitud (en tres años no han aparecido los desaparecidos; han hallado osamentas y esqueletos y fosas sobrepobladas de difuntos), e inaugura la audiencia callejera frente al Palacio Nacional, porque hay madres sin canción y sin hijos, quienes necesitan saber dónde murieron o dónde están –si estuvieran vivos– sus hijos, pero nadie les dice, sólo les ofrecen una mesa en la Secretaría de Gobernación (otra); como si bajo el faldón del mantel (parece canción de Manzanero), fueran a encontrarlos.
Mete el presidente las manos en el fuego electoral en busca y prueba de su propia verdad. La salamandra de su verbo es incombustible. Las brasas la alimentan, la mentira la nutre. Sólo confío en la autonomía de un fiscal a quien yo nombré, así de autónomo me resulta, al menos cuando se da tiempo de Atender asuntos oficiales entre tantos litigios personales y familiares. Bienvenido el criterio de mi compañero Pinchetti, a quien para eso he puesto en la Fepade.
La difícil neutralidad de los agradecidos, los militantes de mi interminable campaña, amigos de la vida, compañeros de combate callejero, acompañantes en la dura peregrinación de mi propia larga marcha de ida y vuelta por la empobrecida patria.
Esos no me van a fallar. Esos van a poner en orden a quienes reparten tarjetas de apoyo ante los ojos vigilantes de quien patentó la compra anticipada del voto con las tarjetas de apoyo y ahora se escandaliza porque otros los repiten, lo replican, los imitan y le copian sin decoro.
¿No se llenó el país de pasos elevados después de la hazaña de los segundos pisos en la ciudad de México?
Cambiar, transformar, trascender… verbos de la historia por hacer.