El Garrote.
Ocurre que en la calle del Milagroso vivía Pantaleón el modesto pasacalles de aquella zona un lecho fulgurante de bosque de pinos y mentolados jardines refrescan el aroma de los antiguos y coloridos eucaliptos quienes al rayo del atardecer hacen destellos cristalinos ¡Es ahí dónde ya nadie poniéndose el sol sale! Las pequeñas casitas de caleado y teja ladrillo solo tienen una ventana, la puerta de acceso siempre está llena de estampas de santos y pequeños madrigales de hierbas para comer, desde el simple garbanzo hasta el codiciado perejil que se siembra por montones, una jarra de barro por la mesa y un sencillo petate hacen del cálido lugar un resguardo.
Pantaleón es el padre de una familia de siete hijos – tres niñas y cuatro varones, dedicados en su total a la recolección de hierbas para mercar- su mujer de ojos grandes y brillantes hacen del nocturnal para esperarlo, cae las noches a la labor y Pantaleón debe de cumplir con su cometido, por tanto, un trabajo difícil, sí, el que te pone los pelos de punta y el alma de un hilo, aquel que te deja con las canas prontas y las arrugas a los veitanales ¡Espantar a las ánimas por las medias noches! Al principio su padre le enseñó estos oficios ¡Vaya que les dejaban cansancio a los arrugados motes de su frente! Por una partida espantar a las ánimas le llevaba varios días, unos, decía el padre de Pantaleón, son simples que no se dan cuentan de dónde vienen ¡Otros llegan solo de por sí! como si el aire los trajiera, otros, los menos solo pasan en su camino hacia el campo santo ¡Ahora con la guerra que recién terminó llegan de a montones! Pantaleón con su fuerza los ahuyenta como lo hacía su padre:
-¡Rézales un Pagre nuestro y un Dios te Salve, solos toman vuelo! Cómo los pájaros, en veces en parvada y di otras en soledad ¡Pero siempre agarran pal cielo! Desde nunca he vigilado que merquen para el suelo mismo ¡Así que no van a las purititas tripas del infierno! Son almas buenas ¡Pero cuidado con las ánimas que mercan caminando! Esas meras sí van al alma del puritito diablo ¡Él los deja con parte de su peso para que no se muevan y logren volar ansina como los pájaros! A esos sí no hay misa que los ayude ni santo que los remedie ¡Están condenados por la eternidad! Esos son los juinos para largarse.
Pantaleón no lo olvidaba mientras recorría los caminos de la vereda que lleva a la parroquia de Santa Ana, aquella de amarillos flancos y ladrillos motes, en aquella ocasión llevaba ya camino recorrido y no había visto alma alguna, de las que vuelan ni de las que caminan, así que pensó que aquella vez el pagrecito de la parroquia no le daría el dinero, en sus mezquinos asuntos estaba cuando miró a lo lejos al sacristán que le hacía la seña de que corriera ¡Con sus manos agitadas por sobre la cabeza le hacía la seña de que se acercara! Ni tardo salió Pantaleón a correr para auxiliar.
-¡Corre Pantaleón! -le gritaba el sacristán ¡Corre que te alcanzan! -le decía mientras corría el pasacalles para llegar.
-A su merced misma mi siñor ¿Qué le puedo ayudar?
-¡Métete cabrón! Ándale indio ladino ¡Que te alcanza! – una fuerte tormenta se hacía a las espaldas de Pantaleón ¡Una furia negra de agua y centellas se hacía mirar! Tan fulgor mostraba que iluminaba el camino por completo ¡Y a lo divisado se releía un grupo de personas! Que no hacían ni el esfuerzo por no mojarse – Tel alcanzan cabrón y no sabes lo que te espera – le decía el gordo Sacristán. La tormenta pasó de lo más pronto, se inundó todo el camino, al paso de las ánimas delante de ellos solo le pudieron divisar su rostro de mal comidas, en sus manos una cruz de madera ¡Añeja y roída! Sus harapos eran los de una orden franciscana, sin huaraches hacían de su camino una penitencia, la mirada perdida hacia el cielo implorando la compasión del creador ¡Almas en penitencia!
-Condenados ¡Son condenados mi siñor! – gritaba Pantaleón.
– Shh no digas nada ¡Si te escuchan se vuelven y te levantan la mano en señal de represalia! Deja que pasen y te cuento.
Al pasar las pobres ánimas encaminaron hacia el antiguo carrizal para perderse con su tormenta propia, aquella de negros presagios y destellos que alumbran la totalidad del camino. Pantaleón estaba lleno de miedo ¡Sus huesos le temblaban! La boca no dejaba de chocar los dientes con un frío que no existía y un pesar que le había dejado lo mirado.
-Hazte para acá Pantaleón, siéntate, déjame que te diga lo que viste, eso que miraste no es otra cosa que aquellas almas que rezaron en su vida, todos los días elevaban un rezo al todopoderoso ¡Sus palabras fueron escuchadas! Pero al cumplirse el milagro se olvidaron pronto de seguir rezando, se dieron a la vida mundana y obtuvieron lo que merecían ¡Una condena por solo ser aprovechados! Solo querer el favor de Dios por milagroso momento, como un remanso de agua en el soleado camino y después darse a los placeres de la carne ¡Olvidándose el respeto y la lozanía del agradecimiento!
-Pero ansina mismo que sentí su pena mi siñor ¡No soy cobarde! Pero me duelen las rodillas del susto.
-¿No habías visto ánimas así Pantaleón?
-No mi siñor ¡Por mi magrecita que no le mercaba tal visión! Y su merced ¿Cómo espanto a estas ánimas? Mi siñor pagre nunca me las había divisado.
-Estas ánimas solo tienen perdón si nosotros le rezamos a ellos ¡Pero debes saber su nombre real Pantaleón! Esa es tu labor de estos días ¡Mira hacía el alguacil y que te diga quienes murieron por estos días! Estas ánimas son recién muertas ¡Se les mira en su rostro! Aún no saben que lo están por eso siguen caminando con vestidos franciscanos, seguramente eran vecinos del gran templo ¡Anda ve mañana y búscales!
– Así lo haré mi siñor sacristán ¡Por favor no le diga nada al pagrecito! Ansina que no me dará mi moneda de hoy por espantarle a las ánimas ¡Por su magrecita santa que está en el cielo que no le dirá!
-Anda pues que no le diré ¡Pero no echo yo mentiras! Si me pregunta pos le voy a tener que decir y pos a cambio voy a querer algo… ¡Si me lo permites!
-Dime mi siñor ¿Qué su merced quiere qui le merque!
-Solo quiero que vayas junto a la ladera del río torcido y le digas al alma que se aparece que ya está su voluntad cumplida.
-¿Al que se vistea en el río torcido? No siñor, el mismo siñor cura no me permite hablarle ¡Ansina que por su magrecita que no puedo!
-Pues si no vas ¡No podré auxiliarte con el Señor cura!
-Mi hace falta ritiharto la moneda su merced ¡Si no la llevo no comemos!
-Pues anda y ve, solo dile mi recado y verás que de retorno vienes y me das el tino.
Pantaleón no tuvo de otra que acercarse a la ladera del río torcido, aquel que doblaba para internarse dentro de la ciudad y llenar las arcas de los canales, era ya entrada la madrugada sabía que desde que se terminó la guerra las ánimas rondan los lugares donde hay agua ¡No tienen sed! Pero están cerca, algunos no saben de sus familias, sus cuerpos abandonados en las laderas de los cerros se pudren o los animales como los coyotes se los comen, a los que mejor les va, cuando mueren en batallas sus amigos los entierran y les hacen sus labores ¡Esos son los que pasan como volando! A los que no les hicieron nada y dejaron que el cuerpo fuera consumido como carroña ¡Esos son los que más se acercan al río! Las mujeres cuando muy de temprano salen a lavar los logran ver, dicen que ellos se les quedan viendo, dan una pequeña mueca y se vuelven al lugar donde murieron ¡Para pasar todo el día sin ser vistos por los rayos del sol! Cuando la noche llega se les pueden ver ¡Dicen que son como las velas! De día no se mira la flama, pero en la noche relumbran.
Pantaleón miró por el reflejo de la luna el reojo del señor de finas ropas que siempre se aparece, estaba sentado en una roca lisa redonda de las que en grandes tamaños hay por toda la rivera, avienta pequeños trozos de madera a la corriente del río, que justo en esa medida da la vuelta para internarse a la ciudad, aquella de violáceos atardeceres, en su mirada solo se observa que pierde sus pensamientos a lo lejos ¡No hay brillo en su mirada! No son cristalinos sus ojos, parecen más bien los de un tejón muerto, pero se mueven y te miran detrás de una tela de color verdoso ¡Si te fijas bien! Son ciegos que caminan, pero saben a donde ir ¡Tienen toda la eternidad para recorrer el camino!
Se hizo al cercano Pantaleón y justó se sentó a unos pasos de aquella ánima, le miró y tomó a bien quitarse el sombrero por respeto. Tomó una vara y la partió en muchos pequeños pedazos, luego igual que el ánima, hizo de aventar los trozos a la corriente del agua.
-Mi siñor, disculpe la sin razón, pero traigo una merced del siñor sacristán de la parroquia de Santa Ana, quien dice que su merced tiene una razón pendiente.
-¿Miras aquella casona junto al río?
-Mi siñor no miro bien a lo lejos.
-Por allá a lo lejos hay una gran casona, de rejas grandes y portones color cedro, dos grandes pinos le custodian ¿Sabes quien mora allí?
-No mi siñor, yo vivo cerca de los ecualiptos.
– En esa casona pasé mis últimos días en esta ciudad antes de que perdiera mi razón ¡Mi mente no recuerda ya nada! Solo la triste historia de esta casona.
-Mi siñor yo solo quiero decirle que el sacristán me dijo que le dijiera que su asunto ya estaba resuelto a su merced ¡Que usted ya mercaba lo que era!
-¿Pero eso que dices es la verdad?
-Si mi siñor, completito.
– Acompañadme.
Tomaron el camino los dos hacia la parroquia, los pies del fino señor no pegaban el rastro en al camino, los de Pantaleón sí, en eso se fijaba. Al llegar a la temprana de la parroquia hicieron un momento, el señor metió la mano en su fina chaqueta sacó dos monedas de oro y las puso en la mano de Pantaleón.
-Mi siñor no lo quiero – regresándole las monedas.
-¿Pero que decís? Es tu recompensa por tal merced hacia mi persona.
-No siñor, el pagrecito me ha dicho que no acepte dinero de los muertos.
-Pero que insolencia ¡Yo no estoy muerto! Un simple mal se ha apoderado de mi mente y no me hace recordar, pero por vía de Dios todopoderoso ¡Estoy vivo como un alazán ligero! Que por esto puedo aporrearte y seguro que sentirás el moro que te dejo -tomó un garrote y le propinó el golpe a Pantaleón ¡Le partió la cabeza en dos! -.
A la mañana siguiente el sacristán de la parroquia de Santa Ana hizo al bien tener que tratar de ver lo que sus ojos le engañaban:
“ Pantaleón estaba con la cabeza partida en el suelo, con su pequeño morral y su escapulario llenos de sangre, en su mano tenía dos monedas de oro, que con la fuerza de revisarlas el sacristán logró zafarlas de lo engarrotado de los dedos, tomó y las guardó, cuando llegó a la cripta para avisarle al cura éste estaba echando el agua bendita a la cripta del hacendado señor de la cuarta casa frente al río, un acaudalado terrateniente que habían por fin encontrado su cuerpo en las laderas del cerro y unos rurales lo trajeron para que se le diera cristiana sepultura, cual sería la razón del sacristán al mirar el cuerpo:
En su mano derecha tenía un garrote ¡Aún lleno de sangre fresca!”
Fin.