QUERETALIA
Esta columna la dedico a mis detractores ígnaros que me tachan injustamente de imperialista y de exaltar a Maximiliano y a Carlota, sabiendo de antemano que no saben leer o comprender o que sacan de contexto alguna de mis frases, ya que en un trabajo objetivo –como pretendo hacer los míos- los personajes son de carne y hueso, con luces y oscuridades. Pues bien, desde mis nueve años de edad me he ocupado del Sitio de Querétaro y del Triunfo de la República porque no es solamente el evento más grande de la Historia de Querétaro sino que es el hecho fundacional del Estado nacional mexicano.
Esos amargados y frustrados que me echan en cara en las redes sociales de ocuparme tanto de esta etapa histórica que va de 1861 a 1867 no ven lo trascendental de este mensaje al mundo: la verdadera Independencia de México frente a la Europa colonialista. Pues bien, quédense mis queridos críticos dizque juaristas a ultranza con sus libros de texto oficialistas y los conservadores antijuaristas con sus dogmas: nada es mentira y no todo es cierto, menos en las ciencias sociales, difícilmente comprobables a diferencia de las ciencias exactas. Mis imperfecciones me obligan a leer y a documentarme mucho más. ¿Ustedes qué han hecho aparte de ser pseudo intelectuales de café y cantina?
También a los queretanos viejos se nos juzga generalizando que tenemos fascinación por el Segundo Imperio: no, simplemente explotamos el capítulo más importante de nuestra Historia matria y que Maximiliano es un talismán turístico impresionante para un destino no playero como es mi tierra.
La ciudad de Querétaro vivió ese 15 de mayo de 1867 el día más agitado e importante de su historia, pues ha tenido que recibir a cuarenta mil soldados más –a unas horas de que triunfó la República- a los que hay que procurarle alimentos, aparte de los cinco mil soldados sitiados que estaban presos o deambulaban por las orillas como perrillos de carnicería mendigando comida. Al anochecer, parece que la ciudad entra en calma aun cuando muchos republicanos vagan por las calles celebrando la victoria con mucho aguardiente, mientras que los prisioneros en el templo de La Cruz no han podido ser atendidos con agua y alimentos y han tenido que hacer sus necesidades fisiológicas en el interior.
Fija el general Escobedo su nuevo cuartel general en la fábrica de La Purísima Concepción –hoy el seminario diocesano- dejando en Patehé solamente un pequeño destacamento al cuidado de la artillería que por pesada no se ha podido trasladar al centro. Desde ahí redacta e imprime una proclama para los que lo ayudaron a obtener el triunfo de la República en Querétaro, en el cual Escobedo dejó por un rato de ser lacónico y desbordó entusiasmo en el texto.
Se agrega a los pesares de los confinados en el templo de La Cruz un hecho pavoroso que ha costado muchas vidas por la explosión de pólvora en el interior y el fuego republicano desde el exterior: resulta que en el templo había restos de pólvora imperialista y uno de los prisioneros que fumó apagó su cigarrillo contra el piso e inmediatamente se incendió la nave religiosa provocando una gran lumbre y posterior detonación que fue escuchada en la plaza donde estaban los guardias republicanos que, creyendo que la explosión fue intencionada y que los prisioneros golpeaban la puerta con el afán de escapar, tiran sobre la bola de gente dando muerte a muchos prisioneros. A gritos explican los de adentro que pare el fuego porque no querían fugarse, sólo se trataba de una desgracia, cesando la descarga por orden de un jefe de la prisión que hizo pecho a tierra al ver morir a su comandante general en la alocada fusilería -cuando éste ya había mandado apuntar una pieza de artillería hacia la puerta del venerado templo- y todo vuelve inmediatamente a la calma, pudiéndose haber convertido en una sangrienta carnicería. Tratan de dormir los cautivos en los confesionarios, en las bancas y hasta en el altar los menos religiosos, utilizando los que pudieron ropa litúrgica como cobija para poder pasar esa noche.
Entre los prisioneros del convento de La Cruz hay ciertas libertades, por lo que unos y otros pueden visitarse para consolarse o para hablar del futuro, como sucede con Mejía que acude a la celda de Maximiliano y lo encuentra triste pero resignado a la muerte y agravada su disentería a tal punto que preocupa a Basch. Éste y los criados Grill y Severo dormirán con él. Se enteran esta noche los cautivos del convento crucífero que López no fue hecho prisionero como todos los jefes imperialistas buscados y encontrados, sino que Escobedo simplemente lo arraigó en su domicilio de la calle Sola # 5. ¡Quién sabe qué más logró López en su entrevista o muchas entrevistas que tuvo con el republicano Escobedo!
Pero el episodio más sabroso ocurrió esa madrugada a las dos de la mañana (perdonen la retrospectiva) la casa de Carlos Rubio en la calle de El Biombo (hoy casona de los Cinco Patios). Recibió el rico industrial al republicano coronel y aristócrata José Rincón Gallardo que lo fue a visitar acompañado de Miguel López y de otros más. Rubio sorprendido le dijo a Rincón: “¿Cómo es posible que estés aquí si tú eres de los sitiadores?” Ofreció a los impertinentes visitantes (por la hora que era) una copa y al momento de querer chocar su copa el apestado coronel con el coronel republicano, éste le espetó según dos sobrinas del industrial que oyeron todo: “Yo no brindo con traidores”. Detalles como el que Pepe Rincón Gallardo pidió el café y el cognac porque hacía mucho frío carecen de importancia, pero lo que sí es toral es el hecho de que a esa hora, las dos de la mañana, Maximiliano todavía no era avisado de la entrada chinaca a La Cruz, siendo informado de lo anterior hasta las cuatro de la mañana, según el padre Mariano Cuevas. Para éste, la visita a la casa Rubio fue para concertar que Maximiliano allí quedase oculto.
En la tarde de ese miércoles 15 de mayo, los coroneles Pedro y José Rincón Gallardo –en compañía del general Vega y el coronel Smith- visitaron a Maximiliano,“más por curiosidad que por otro sentimiento”, diría Blasio, y después pasaron a platicar con otros prisioneros que estaban en el templo crucífero –entre ellos Blasio- y a los que contaron cómo habían penetrado al convento de La Cruz en la madrugada, guiados por López, y de quien “hablaban en los términos más despreciativos”: “Se sirve uno de esas gentes cuando las necesita; pero después se les da un puntapié y se les echa a la puerta”. También visitó a Maximiliano el ilustre literato Ignacio Manuel Altamirano, quien esperaba que el gobierno republicano dejara vigentes algunas leyes progresistas expedidas por el imperio, cosa que le dio mucho gusto al autor de las mismas.
Junto con el príncipe derrotado quedaron presos cuatrocientos veintiséis civiles y militares, destacando de nuevo -aparte de los ya nombrados en páginas anteriores- el único ministro del gabinete imperial que estuvo hasta el final en Querétaro: Manuel Aguirre, ministro de Justicia, quien se entregaría voluntariamente al día siguiente.
Como a las diez de la mañana de este mismo día 15 de mayo, los cautivos son formados y obligados a marchar hacia La Cañada, lugar muy propicio para ser fusilados como lo fue Campos, el jefe de la escolta de Maximiliano, pero no, nada más se dio ese inmenso rodeo antes de llegar a La Cruz para evitar las trincheras que no podían pasar los jinetes republicanos que los conducían. Se les hizo entrar a la nave principal de la iglesia donde ya estaban otros prisioneros que los recibieron con efusivos apretones de manos. Los oficiales superiores se consideraban condenados a muerte y los subalternos contaban con su poca relevancia para salvar la vida. La comidilla del día –para olvidar el hambre- fue López, para el que imaginaban toda clase de castigos una vez que pudieran propinárselos, y lo menos que se propuso para el nefasto coronelito era el “amarrarlo de salva sea la parte y colgarlo del campanario de San Francisco” que es el más alto de la barroca ciudad. Entre sus captores distinguieron a varios oficiales franceses que habían desertado del imperio para pasarse a la República, los cuales se portaron bien con sus ex correligionarios presos, aunque eran imprudentes al preverles un futuro no muy cierto en cuanto libertad pronta o vida larga. Darán cita a Noix, quien en su tratado llamado “La Expedición de México” afirma que para el 15 de mayo de 1867 los imperialistas sólo contaban con cinco mil seiscientos treinta y siete efectivos militares.
La corona imperial forjada por las torpes manos de Napoleón III, había caído al suelo haciéndose pedazos -escribió Hilarión Frías y Soto.