QUERETARLIA
QUERÉTARO Y MAXIMILIANO: Un curioso caso de psicosis colectiva
Me salí de la casa furioso por los ataques recibidos en redes sociales en que injustamente me acusaban de conservador y maximilianista, a mí que soy más juarista y republicano que El Peje. Tengo que reconocer que Maximiliano de Habsburgo es el mejor promotor que tiene y tendrá Santiago de Querétaro, porque el turismo norteamericano y europeo que no busca playa se entusiasma mórbidamente con el recuerdo del fusilamiento en el Cerro de Las Campanas. Así pues, andaba vagando a la medianoche en este 14 de mayo de 2019 por la colonia Los Alcanfores cuando una silueta trajeada y ataviada con sombrero Panamá me cierra el paso y me dice: “Soy el poeta queretano Roberto Chellet, y quiero que los contemporáneos conozcan el por qué de su adicción al recuerdo de Maximiliano de Habsburgo, nuestro mejor promotor turístico de la ciudad de Santiago de Querétaro”.
Con su cavernosa voz empezó su discurso bien hilado: “QUERÉTARO, cuna de héroes, nido roquero de libertadores; atalaya de espíritus enhiestos; tumba de imperios; adalid de postulados republicanos, es, con ello, y a pesar de ello, profundamente adicto a la memoria de Maximiliano. Querétaro conserva con unción y reverencia entre sus recuerdos mejores, el gallardo gesto del Emperador romántico que ambuló por sus calles melancólicas con el sortilegio de caballero legendario, y que regó con sangre egregia las rocas de sus colinas yermas. Querétaro evoca constantemente la silueta prócer del hombre que se le entregó con la fe de enamorado y selló su confiada dádiva con la tragedia de su apocalipsis, Querétaro sin ser monárquico, ama a aquel hombre rubio y por él experimenta un sentimiento de admiración perenne, que en ocasiones alcanza los límites de una recóndita veneración supra humana. Y lo paradójico del caso estriba en que Querétaro, sin haber amado al Emperador en vida, ama el recuerdo de su muerte, y contrariado su propia trayectoria histórica, le tributa culto apasionado, que hace pensar en un verdadero fenómeno de psicosis colectiva, en cuyo fondo palpita una concepción mística de los hechos. Por uno de esos curiosos casos de persecución del subconsciente, Querétaro a fuerza de repetición imaginaria del drama, ha llegado a encontrar en el juicio, pasión y muerte de Maximiliano, claras coincidencias evidentes similitudes, con el juicio, pasión y muerte del mismo Jesucristo”.
Me atrevo a comentarle al poeta Chellet si no exageraba y con gesto colérico me espetó: “Los puntos de semejanza parecen, en efecto, notorios: la muerte de un justo, que es vendido por un amigo; la farsa de un proceso en que los Herodes republicanos simulan un juicio de antemano resuelto; las torturas de una espera cruel entre la soldadesca; las humillaciones; el desenlace mismo del drama en una colina próxima, infecunda y pelona como el viejo Calvario, en que enemigos y se dan cita en el paraíso. Y para que nada falte a esa asimilación, los objetos personales de las víctimas con distribuidos entre los soldados, ante la consternación general, mientras allá a lo lejos, allende las fronteras, los verdaderos amos del mundo, aúllan de alegría, porque piensan que se ha conjurado la amenaza de un reino nuevo que pudiera menoscabar su poder de codicia y de grandeza”.
Chellet no contento con esto continúa su argumentación: “Además de esta veneración originada en un complejo místico, Querétaro tiene motivos de carácter estético para considerar la muerte de Maximiliano y sus generales, como un valioso cuadro de contenido heroico. Pues bien, Maximiliano supo morir “bellamente”; supo dar a su muerte la grandeza que no tuvo su vida. Si algún error político cometió el juarismo fue sin duda la muerte de Maximiliano. Maximiliano vivo, expulsado simplemente del país como un intruso, no hubiera, pasado de ser una marioneta que representó muy mal una comedia bufa, un cualquiera a quien, su vida mediocre y versátil haría que se le viera con indiferencia. Se habría acabado para siempre con él y su recuerdo. Su nombre provocaría tan sólo una sonrisa de piadoso escepticismo. En cambio, Maximiliano fusilado y muerto con gallardía, después de una agonía angustiosa en que se le dio la oportunidad de asombrar a todos con la fortaleza de su espíritu, la generosidad de sus sentimientos y el temple de su carácter ennobleció y agigantado por la adversidad, no pudo menos que producir efectos contraproducentes, y no únicamente entre quienes sintieran simpatías por el monarca, sino aun entre aquellos que tenían el “deber” de repudiarlo. No sólo lloraron su destino los imperialista, sino en el momento mismo de la ejecución, el oficial que la dirigía pide disculpas a su propia víctima; el general vencedor, Escobedo le va a dar el último adiós a las tres de la mañana en su misma prisión, y los soldados que consumaron la muerte, se enternecen y en el pueblo entero se agita la convicción íntima de que se trata de un crimen y por añadidura inútil”.