QUERETALIA
Con la estupenda coreografía de la ciudad de Querétaro como fondo, Maximiliano –al igual que sus generales- se despierta con un toque de diana a las tres y media de la madrugada de su nuevo y último día: miércoles 19 de junio de 1867. Basch se levanta y llama a los criados Grill y Tüdos para que preparen la celda para la misa que ha de tener lugar a las cinco, habiendo improvisado el altar doña Concha de Miramón. Los sacerdotes llegan a las cuatro de la mañana y confiesan a los penitentes y al sonar las cinco en el reloj comienza el oficio religioso encabezado por el padre Soria y Breña, quien se nota conmovido y de vez en cuando interrumpe con sollozos la homilía. Al cuarto para la seis de la mañana se les sirve un desayuno que consiste en media botella de vino tinto, pollo, pan y café. El gobierno puso especial empeño en que la última mesa de los presos fuera digna y decorosa.
La ciudad había despertado a las cuatro de la mañana con el ruido ensordecedor de las tropas marchando de sus cuarteles hacia el cerrillo del cadalso al ritmo de tambores, cajas de guerra y toques de clarín. Van a las órdenes del general Jesús Díaz de León y se integran por cuatro mil soldados. Hacia las seis de la mañana queda formada la tropa en el Cerro de Las Campanas, incluyendo los tres pelotones de fusilamiento –uno para cada condenado- que estarán a escasos cinco pasos del paredón, el cual fue hecho con los adobes que forzosamente habían fabricado los reos de las cárceles queretanas antes del sitio para construir trincheras. A esa distancia ni modo que fallaran los tiradores al mando del capitán Simón Montemayor, quien será ascendido a mayor y luego será rico terrateniente, encontrándose con la muerte a temprana edad, a los treinta y tres años de edad. Eran tan especiales las armas de los tiradores escogidos para la ejecución que, al terminar ésta, en su cuartel les fueron recogidas éstas y les dieron otras de uso ordinario. Los miembros de los pelotones eran sargentos segundos.
En Capuchinas, Maximiliano apurado por el capitán de Supremos Poderes, Rosendo Allende, vuelve a entregar al médico Basch el anillo nupcial, le repite los encargos y le da también un escapulario para su madre, la archiduquesa Sofía, el cual le había regalado su confesor Soria. A las seis y media de la mañana fue por los detenidos el coronel Palacios fuertemente escoltado y los condujo a los carruajes. Se organiza la marcha con una fuerza de caballería al frente y otra posterior, que va por las calles de El Placer, La Laguna, La Fábrica, San Antoñito y de El Campo (actuales Hidalgo poniente desde Guerrero hasta Tecnológico).
Los queretanos discretos se asoman curiosos con el rostro pintado de terror, desesperación, indignación y siempre de respeto, tras los visillos, azoteas, ventanas y balcones pero los de clase baja, hasta se formaron atrás de la retaguardia para acompañar al fúnebre cortejo hasta el cerrillo más famoso de todo México a partir de ese día. La mujer de Mejía, doña Agustina Castro, desmelenada y muy descompuesta trata de subir al estribo del carro que conducía a su pareja rumbo al calvario y es arrebatada del mismo brutalmente por los guardias y atropellada por una rueda, quedando de hinojos y herida en la frente y mejillas con su hijo en brazos al tiempo que daba gritos desgarradores. Media hora acaso tarda la lúgubre comitiva en llegar a la falda oriente del cerro de referencia y el primero en bajar es el austriaco –que lo hace por la ventana ya que la puerta se trabó- quien consuela a su lloroso y presunto consolador, el padre Soria.
Llegados al lugar del fusilamiento, –bello circo donde el César era el que iba a morir, no un vulgar gladiador- los tres sentenciados se ponen frente a su respectivo pelotón de espaldas al paredón, luciendo Maximiliano un faldón de su levita desgarrado por un cactus. Por cierto que esta prenda de lujo le fue prestada por el rico industrial Carlos Rubio, pues el Habsburgo sólo contaba en su celda con una chaqueta de paño claro. El oficial Montemayor lee una disposición que condena a muerte a quien se oponga a la ejecución. Dice Bernabé Loyola que dicho oficial se acercó al príncipe para pedirle perdón por la orden que iba a ejecutar. El archiduque pide permiso y se adelanta hacia sus verdugos para dar una moneda de oro a cada uno y suplicarles que no le tiraran al rostro. Ya de nuevo en su lugar hace una proclama en voz alta donde resalta la libertad e independencia de México. ¡Qué desvergonzado al decir eso, siendo un intruso en los asuntos que sólo conciernen a los mexicanos! Mejía reparte una sola moneda a los miembros del pelotón que lo van a fusilar para que sea repartida entre ellos. Miramón sólo reparte ojos de pistola. El Macabeo saca un papel de entre sus ropas y a viva voz lanza un mensaje donde se deslinda del título de traidor para él y su descendencia. El romántico de Fernando Maximiliano alza la mirada para contemplar el cielo intensamente azul, con un sol brillantísimo, que hacía resaltar la inmensa gama de verdes de los cerros que circundan el valle de Querétaro. Extasiado por la vista y el perfume del espliego matinal, exclamó que en un día tan bello “quería morir”. Da su sombrero y pañuelo a uno de sus criados sollozantes –Tüdos, a quien le pide diga a su madre Sofía “que para ella fueron mis últimos pensamientos” y abraza a sus dos generales y les comenta que “dentro de breves instantes nos veremos en el cielo”. Todavía bromeó con ellos si habrían de caer de cara al sol o boca abajo. Miramón dijo que boca arriba pero Mejía pidió que no se hablara de ello. En lo alto se ven zopilotes que forman una negra corona sobre la cabeza del Habsburgo, quien se despide de Miramón cediéndole el lugar central y ocupando él el extremo izquierdo al tiempo que le dice: “General, un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas. Antes de morir quiero cederos el lugar de honor”. Se dirige a Mejía y le espeta que “lo que no se premia en la tierra lo premia Dios en la gloria”. Mejía alcanza a musitar “Madre Santísima”. Dice Agustín Rivera que “Mejía fue tan avaro de sus palabras como el rico de su oro; no quiso proferir ninguna palabra inútil, miró con noble orgullo y desdén a sus enemigos, los juzgó indignos de dirigirles la palabra y no les dio satisfacción alguna, dejando a la posteridad el juicio de sus hechos”.
En estos momentos, un niño vestido con elegancia, se acerca a Maximiliano y le ofrece tres vendas finísimas bordadas por encopetadas damas queretanas que llevaba en charola de plata. Max las toma pero enseguida las deja caer, quizá para morir con los ojos viendo de frente a los opresores. Toda esta larga sucesión de hechos ha ocurrido ya en un silencio harto sepulcral, lleno de tensión, en el que aún algunos soldados están llorosos. El penoso silencio es roto por el capitán Simón Montemayor que grita los terribles “preparen, apunten…” Maximiliano se separa la barba y señala su pecho, Miramón dice “aquí” mostrando su pectoral y levantando la cabeza, mientras Mejía separa de su cuerpo el crucifijo para que las balas no lo dañen, dejándolo en su mano derecha, extendida, lejos de su tronco. Se oye el “fuego” e inmediatamente se escucha una descarga perfecta que pareció producida por un solo fusilero. “Esa descarga echó por tierra a las tres columnas del imperio”, dijo don Bernabé Loyola. Como fulminados caen al piso los ejecutados y Maximiliano mueve una mano, fruto de los estertores de una breve agonía, presentando cinco heridas de bala, una en el corazón, una en el pulmón derecho y tres en el bajo vientre. Las tres primeras son mortales por necesidad. Una bala le ha prendido fuego a su chaleco, del que el propio moribundo ha arrancado el botón superior, el cual apagan con un cubo de agua que ya estaba preparado ex profeso. El príncipe dice todavía “Ay, hombre, hombre”, moviendo los ojos y los brazos todavía, y el capitán Montemayor da la orden para que se dé el tiro de gracia a la altura del pecho.
El soldado apuntó pero no pudo disparar –quizá por la tensión del momento- y don Simón Montemayor mandó a otro a disparar pero el rifle no sirvió, cumplimentándose la orden hasta el tercer intento. Por la cercanía de los tiradores ninguna bala quedó en el cuerpo del príncipe, todas salieron. El verdugo final era Aureliano Blanchet, el mismo porfirista que estaría en el asesinato de Francisco I. Madero.