QUERETALIA
Allá en el Cerro de Las Campanas se oyen las voces alzadas de “Viva la República, Muera el imperio”, mientras que el médico Melesio Calvillo Hoyos –que se había mantenido a quince pasos del cadalso- levanta el certificado correspondiente y lo firma, pidiendo que también lo haga después el médico Reyes que estaba ausente por andar en la capital tunera. Con premura se rompe la formación militar y las tropas regresan a sus cuarteles al tiempo que conminan al petrificado padre Manuel Soria a abandonar el lugar porque su misión ha terminado. Los tres ataúdes para los sentenciados eran iguales, ordinarios, baratos, más corrientes que comunes, pintados de negro verdoso, con adornos amarillos y de madera de pino, cuyo costo fue de un peso cincuenta centavos por cada caja. Como Maximiliano no tenía una complexión parecida a un mexicano ordinario –medía un metro con ochenta y cuatro centímetros- no cupo en la caja, así que se le flexionaron las largas y flacas piernas para que cupiera, aunque algunos mal pensados piensan que inclusive se las quebraron. Mejía es recogido por doña Agustina y amigos del bravo general occiso, quienes reciben el aviso de que el cadáver de su antiguo amasio y jefe –respectivamente- será llevado al templo de San José de Las Capuchinas –lo mismo que el de Maximiliano- donde será embalsamado por cuenta de Escobedo. La mortaja de Maximiliano es celosamente cuidada por un nutrido destacamento militar al mando del coronel Palacios, mientras que la de Miramón fue recogida y vestida con un sudario por su amigo Joaquín Corral y su cuñado Alberto Lombardo, para ser trasladada a la macabra casa de la Zacatecana.
Cuenta el señor Bernabé Loyola que al ser trasladado el cadáver de Maximiliano del cerrillo al templo de San José de Las Capuchinas, unas damas enlutadas y llorosas se acercaron a la caja de muerto y empaparon sus pañuelos en sangre real. Al llegar a Capuchinas a las ocho de la mañana, Palacios saluda a Basch de mano y sin poder guardar sus emociones exclama que Maximiliano “era una alma grande”. El fiscal Refugio González y su escribano Félix Dávila levantan el acta correspondiente de la ejecución de sentencia y cierran el expediente, el cual entregan a Mariano Escobedo, que a su vez da parte por vía telegráfica al supremo gobierno de dicho cumplimiento. Se dice que después de recibir la noticia del fusilamiento, Juárez cayó durante una semana en un estado de decaimiento. Seguramente fue la reacción que sigue a cuando uno concluye con un estado de tensión prolongado, productor de adrenalina, y luego viene la calma.
No había pasado mucho tiempo después del fusilamiento cuando ya la celda de Maximiliano presentaba pintas expresando dolor, pesar, perdón y resignación, hechas por los celadores. Del cuartel general se ordena que los médicos Licea y Rivadeneira hagan la necropsia y el embalsamamiento, el cual durará ocho días, pudiendo Basch estar presente en todo eso. Dice el docto Ratz que el general y médico Rivadeneira ni las manos metió en tales operaciones por no ser de su especialidad. El cuerpo de Max se deposita en una larga y fría mesa cubierto con una sábana, cercano al cadáver de Mejía, a donde acuden Escobedo y el señor Loyola, observando que el del príncipe casi está como cuando vivía, salvo la lividez cadavérica, pero el rostro de Mejía está más feo que cuando estaba vivo, “como una pesadilla”. Algunos morbosos presencian la triste tarea del ginecólogo Licea, que dejó pasar al fotógrafo Francisco Aubert para que se llevara a fotografiar las ropas de Maximiliano en su estudio privado. Después de tomar las placas, Aubert entrega los vestidos a Basch, pero otros objetos menores del príncipe austriaco son guardados por Licea en su casa –al igual que la mascarilla del muerto que hizo el propio Vicente- quien los va a ofrecer por quince mil pesos a la princesa de Salm “que así lo había solicitado para el vicealmirante Tegetthoff. El gobierno republicano, ansioso de guardar el “decoro nacional”, manda abrir proceso al doctor Licea, requisando estos objetos para entregarlos a Tegetthoff.” También resulta de mal gusto el que Aubert y un tal Pereire hayan hecho y vendido cartas de naipes con las fotos de las reliquias de Maximiliano.
Los curiosos queretanos han acudido al cerrillo a contemplar las piedras tintas en sangre donde cayeron los jefes reaccionarios, unos para colocar cruces de vara y otros para llevarse morbosamente piedrecillas como recuerdo. Mientras que de San Luis Potosí se da la orden de no entregar el cadáver del archiduque al barón de Magnus hasta no realizarse la necropsia y otros trámites legales, lo que causa estupor en los seguidores de aquél. Misma solicitud y misma respuesta hizo y recibió el barón de Lago, sólo que ambas más diplomáticas. La princesa de Salm y la viuda de Miramón regresan de allá completamente abatidas. En las afueras de México, Porfirio Díaz recibe cable telegráfico de Escobedo donde se le informa de las ejecuciones, el que el héroe del 2 de abril manda reproducir por millares para ser distribuido en la gran ciudad, por lo que Márquez –al enterarse de ello- renunció a su cargo de lugarteniente y fue a esconderse para intentar huir. Vidaurri también lo hace pero será encontrado y fusilado, mientras que Manuel Ramírez de Arellano huirá como polizón a París. Lago le propone a Díaz la capitulación de la ciudad pero éste le contesta al austriaco que lo consultará con su gobierno instalado en la capital potosina. En Querétaro quedaba liquidada la gran reyerta mexicana del siglo XIX- dijo Fuentes Mares.
El jueves 20 de junio se entrega a la viuda de Mejía el cadáver de éste y después de un modesto funeral donde asistieron principalmente campesinos de los alrededores y depositarlo unos días en la capilla de La Santa Escala en el templo de San Antonio, la mortaja es llevada a México donde será la inhumación en el panteón de San Fernando. El cadáver de Miramón ya fue embalsamado y también será llevado a la capital del país, a San Fernando con su padre enterrado allí. El de Maximiliano sigue en Capuchinas donde es visitado por muchos curiosos insanos, los cuales tampoco han dejado de ir al cerrillo del poniente, donde un recalcitrante partidario monarquista ha formado una ofrenda que contiene una “M” coronada, dejándola sobre el sitio en que su adorado monarca cayó fulminado. Sobra decir que en Querétaro no existen los elementos químicos necesarios para hacer un buen trabajo de embalsamamiento. Por fin Mariano Escobedo sale de Querétaro rumbo a San Luis Potosí para informar a detalle sobre los pormenores del sitio y del consecuente fusilamiento y manifestar cosas o menudencias que por telégrafo y vías oficiales no se pueden decir. Hasta el 20 de junio tiene lugar la ceremonia en honor de Damián Carmona frente al templo de San Francisco en la antigua plaza del Recreo. Allá en México, Díaz vuelve a abrir fuego contra los sitiados por haber recibido de Juárez un no rotundo a una rendición condicionada. Los austriacos se refugian en el Palacio Nacional y ondean una bandera blanca, para hacer notar que ya no participan en las hostilidades. Ante tal situación, Tavera ofrece la rendición incondicional al valiente Porfirio que tomará la ciudad de México al día siguiente -21 de junio- y sólo dejará en manos de lo que resta del imperio la ciudad de Veracruz en donde poco a poco toman ruta hacia Europa tanto extranjeros como mexicanos a los que la República no les sienta bien. Juárez recibe tardíamente la hermosa epístola enviada por el célebre escritor galo Víctor Hugo en que le pide fervoroso y romántico perdone la vida del príncipe que ya había dejado este mundo desde ayer.
Para el viernes 21 de junio, los médicos legistas han iniciado el retiro de las vísceras de Maximiliano pues no hay manera de conservarlas, y con métodos anticuados se ha procedido con el vaciado total de sangre. De modo subrepticio comienzan los rumores de que Licea está vendiendo pañuelos y gasas con pelo, piel y sangre del cadáver de referencia, sobre todo a ricas damas de la sociedad local que tienen para pagar un recuerdo de aquel al que amaron tanto. El niño Valentín F. Frías es llevado por su madre al lugar de la ejecución y ya “toda huella de sangre había desparecido, porque como había tanta piedrecita, el vecindario se había llevado ya, como recuerdo, todas las que se empaparon con la sangre de aquellos valientes. Sólo veíanse tres pequeños promontorios de piedras con unos pedazos de adobe al pie, teniendo una cruz rayada cada uno, y sobre los promontorios una tosca y mal forjada cruz de varas cortadas por alguna gente piadosa. Después de que mi señora madre y mi buena tía desahogaron su pena y rezaron un buen rato por las ánimas de aquellos héroes, recogieron piedrecitas y nos volvimos a nuestro lugar tristes y meditabundos”.