QUERETALIA
EL QUERÉTARO INFERNAL
Pardeaba la tarde en ese 11 de diciembre de 1867 en la santiaguense ciudad de Querétaro, encontrándome yo en mi trabajo de panteonero del campo santo de La Cruz, en la loma de Sangremal, oficio que también realizo por las mañanas en el panteón de San Francisquito, aquí tras lomita. Mi vista cansada estaba dirigida al crepúsculo queretano cuando empecé a oír susurros a mis espaldas: volteé y no alcancé a ver a nadie entre las tumbas viejas de los frailes crucíferos, que datan algunas desde 1683. Arrugué la frente y entrecerré los ojos para ver si captaba de dónde provenían los murmullos yo solamente divisé una sombra que se movía de la barda oriente hacia mí. ¡Escalofríos y temores se apoderaron de mi cuerpo y mente al notar que la sombra tenía forma humana y que medía cerca de 1.95 metros de altura! Quedé helado cuando la silueta me ofreció con su mano diestra una moneda pesada, de bronce, a la que identifiqué como la moneda oficial del Imperio mexicano recientemente derrotado en esta ciudad el 15 de mayo de este año. Sentí que moría de la zozobra que dicho espectro me provocó y traté de llegar a toda prisa a la capilla del panteón, pero la sombra me siguió hasta la misma puerta, donde se me manifestó completamente. “Soy Maximiliano de Habsburgo amigo Fermín y requiero que aceptes esta moneda para que los queretanos manden decir misas en diferentes templos por mi alma, misma que no descansa por las miles de muertes que provoqué al aceptar de manera imprudente un trono de nopal que ni siquiera existía en la realidad de los mexicanos!”
Mi sorpresa y espanto no tuvieron límites y caí al suelo sin sentido, donde permanecí hasta altas horas de la noche en que mi esposa e hijos vinieron a indagar por mi ausencia, ya que no acostumbraba llegar tarde a mi casa. Les conté de la macabra aparición y con miedo me trasladaron al beaterio y hospital de Santa Rosa de Viterbo para que me asistieran médicamente. Créanme patroncitos que a partir de ese día se me subieron el azúcar y la presión, decayendo mi salud ostensiblemente, sintiendo debilidad en mis brazos y piernas y una gran inapetencia. Reanudé mis labores pero ya no fue lo mismo: ahora el espantajo se manifiesta más insistente y acompañado de un gran perro, de esos que llaman lebrel, al que la sombra imperial nombra como “Bebello”, el cual no se comporta como un ser de ultratumba sino como si estuviera vivo. Por más que me he confesado con el encargado del Obispado, el padre Manuel Soria y Breña, no consigo alejar a la sombra de Maximiliano de mí. Sé que por el espanto mis días están contados, que enflaco día con día a pesar de los brebajes de los brujos de San Francisquito, pero tengo que contar esta historia de un año terrible para mi Querétaro.
Soy un humilde sexagenario y ex jornalero al servicio de los propietarios de la decimonónica hacienda de Callejas, ubicada al sudeste de la ciudad de Santiago de Querétaro, pegadita a la famosa hacienda de Carretas, muy cerca del mesón del mismo nombre que fundó el beato Sebastián de Aparicio para dar servicio de alojamiento, alimentos y refacciones a los viajeros que iban por la plata de las minas de Zacatecas y Guanajuato. Mi austera casita se encuentra en el barrio indígena de San Francisquito.
Yo no entiendo de partidos políticos, ni de liberales y conservadores, yo solamente creo en Dios y la Virgen María de Guadalupe y la Virgen del Pueblito, pero las guerras fratricidas en nuestra patria me han llevado a sufrir los horrores de la misma, viendo cómo el mundo que conocimos se destruyó para dar paso a la rapiña, la venganza disfrazada de justicia, traiciones entre padres e hijos y la ausencia completa de Dios. Mi nombre es Fermín Ramírez González y nací con el siglo diecinueve, ahorita cuento con sesenta y siete años y he visto pasar de todo por esta tierra queretana, la Perla del Bajío Oriental, la de cien cúpulas y torres, la de los conventos y beaterios, la de las casonas señoriales. Conocí en la Plaza de la Independencia a doña Josefa Ortiz de Domínguez, paseando del brazo con su esposo Miguel, pero también la vi ser conducida esposada por la calle del Biombo rumbo a su prisión en el convento de Santa Clara.
También me tocó conocer de cerca y servirle la mesa al presidente de la República Manuel de la Peña y Peña cuando Querétaro fue convertida en capital federal para la ratificación o no de los injustos tratados de Guadalupe Hidalgo en mayo de 1848, mediante los cuales los gringos odiosos nos robaron más de la mitad de nuestro territorio nacional. Recuerdo cómo mi ahora general Tomás Mejía me reclutó para ir a defender la patria en San Luis Potosí. Los senadores sesionaron en La Congregación y los diputados en la Academia, y en casi todas las caras de los legisladores se notaba a leguas la tristeza y desmoralización. Al presidente De la Peña solamente le servíamos sopa de habas –con más caldo que habas- porque no había para más, el erario público estaba quebrado. También vide en 1858 y en 1863 a Benito Juárez García, pasando por Querétaro para huir de los conservadores y de los franchutes respectivamente. Las dos veces lo atendí como mesero en la casa del gobernador José María Arteaga, observándolo fumar habanos en largas bocanadas e ingerir copitas de coñac hablando gravemente con sus ministros.
Pero bien, les juro patroncitos que ansina como vide llorar a los queretanos en todos estos acontecimientos históricos, jamás vi situación más difícil que la vivida por nosotros en el llamado Sitio de Querétaro, entre el 6 de marzo y el 15 de mayo de este año que termina (1867). En la llamada Guerra de Independencia yo era muy niño, de apenas diez años, pero recuerdo que nunca hubo una batalla en forma aquí dentro de la ciudad, simplemente hubieron pequeñas escaramuzas allá por el Río Querétaro y la calle de La Verdolaga, cerca del rastro municipal. En ese tiempo de 1810 solamente vimos llegar heridos realistas y presos insurgentes de las batallas del cerro de El Moro y de Puerto de Carrozas, pero nada más, ya que el militar Calleja concentró en Querétaro más de quince mil soldados realistas que inhibieron la toma de la ciudad por parte de los rebeldes. Yo si vi al cura Miguel Hidalgo entrar y salir de los saraos de los corregidores en el palacio del Corregimiento de Letras, donde me cuentan antiguos sirvientes que el afamado cura de San Felipe Torres Mochas y de Dolores se echaba unos vinos franceses y bailaba mazurcas con muy buen ritmo.
Pidiendo perdón por tanta digresión, vuelvo al punto central de mi plática: Querétaro se convirtió en un infierno en este terrible año, antes en y después del famoso Sitio. ¡Sí señores, se los juro por Dios! Desde noviembre de 1863 que llegaron los franceses con su déspota comandante Forey se dedicaron a saquear los vasos sagrados e imágenes religiosas en templos y conventos, así como a expoliar, maltratar, encarcelar y hasta violar a las damitas queretanas. Los hombres entre los dieciocho y sesenta años fueron obligados a cavar fosas para las defensas gabachas, so pena de ser fusilados en el acto. ¡A otros los vimos enterrados -de pie- hasta el cuello, sufriendo las inclemencias del sol sobre su cabeza! Yéndose los franceses en noviembre de 1866, tomó la ciudad Tomás Mejía, nuestro querido “Jamás Temió”, quien siendo queretano y militar honesto nos devolvió la calma en medio de la guerra, pero al llegar Maximiliano en febrero de 1867, con la consecuente concentración de soldados imperialistas en nuestra ciudad, todo volvió a ser como Babilonia.
Literalmente a fuerzas, los varones fuimos obligados a laborar sin paga alguna en las trincheras, cavando fosos, construyendo adobes, subiendo cañones a las zonas más altas de la ciudad, lavando los excusados de las diversas prisiones y cuarteles, conduciendo heridos al hospital de Santa Rosa de Viterbo y San Francisco, removiendo la maleza en los sitios de defensa y hasta lustrando las botas de los principales jefes del imperio.
Ya empezado el Sitio, Leonardo Márquez, Ramón Méndez y Severo del Castillo se dieron gusto encarcelando queretanos que no tenían con qué pagar sus exigencias de un peso de oro diario para sostener la plaza; decomisaban dinero, alimentos, granos, cobijas, almohadas, colchones, sillas, cocinetas, animales de crianza y toda clase de bienes de las viviendas, fueran ostentosas o humildes, nada les importaba a esas hienas. El único ángel guardián que teníamos los queretanos era la valiente esposa de don Bernabé Loyola, la señora Catalina Fernández de Jáuregui, que llevaba alimentos a los presos y a los llevados por la leva, así como a los enfermos y heridos, a pesar de que a ella misma la habían dejado en la ruina al arrasar tanto juaristas como imperialistas con la hacienda de San Juanico, propiedad de su familia.