QUERETALIA
EL QUERÉTARO DE LA REPÚBLICA
Para el 4 de julio de 1867 quedaban muy pocos presos en las prisiones locales, salvo Félix Salm, Severo del Castillo y Manuel García Aguirre. El que menos posibilidades de salvar el pellejo tenía era el sordo Severo, por la gran cantidad de abusos cometidos en contra de los queretanos, los cuales habían ido en gran medida a ratificar sus acusaciones en el juicio que se le siguió a aquél, aunque algunos por compasión no acudieron, como es el caso del señor Loyola, a quien traicionó de todas a todas. Se tiene noticia cierta de que al día siguiente (5 de julio) llegaría a la ciudad de Querétaro Benito Juárez (la primera en su camino a México) y el gobierno local aceleró los preparativos. Se habían adquirido nuevos muebles para la habitación de él y para las de sus acompañantes, pues se pensaba que se quedaría una o dos noches en el flamante nuevo Palacio de Gobierno, que duraría como tal hasta el 25 de julio de 1981. El presidente no quiso permanecer mucho tiempo en Querétaro para no ser molestado por los familiares y amigos de los prisioneros que todavía estaban en la ciudad y para los cuales pedían libertad, como fue el caso de varias señoras que lo abordaron para solicitarle clemencia para con Severo del Castillo. Aun así, mi queretana ciudad cooperó con 1 600 pesos para construir un monumento a la victoria republicana en el zócalo nacional, a pesar de la pobreza en que estaba sumergida.
Cervantes tuvo que enfrentar no solamente al hambre y a la economía local devastada, sino también una abierta oposición de grupos armados en los distritos de Cadereyta, Tolimán y Jalpan. Con el puro distrito cadereytense se abarcaba la mitad del territorio estatal, así que imagínese, amable lector, el tamaño de los frentes abiertos para don Julio María, a quien tampoco querían los capitalinos queretanos de sepa, ya que éstos exigían los puestos públicos para los nacidos en Querétaro y el recién nombrado gobernador no cumplía con el requisito constitucional, y menos con el de la queretanidad acendrada. Esta oposición era tanto de liberales como de antiguos con- servadores, juzgándose que dicho enfrentamiento llegaría a niveles de ingobernabilidad. El dilema futuro de la sociedad política queretana será, a partir de este momento, ya no de liberales versus conservadores sino cervantistas contra anticervantistas; regionalistas o localistas contra fuereños que iban a decidir los destinos, según sus filias o sus fobias: pragmatismo puro más allá de ideologías, como en el Querétaro de principios del siglo XXI. A un año del triunfo de la República surgió el Plan de Jalpan, con el que un grupo de ilusos conservadores manifestaron derrocar a Juárez de la Presidencia para que el jefe de la Nación lo fuera Antonio López de Santa Anna. ¡Sí, ese comediante y farsante político decadente llenaba el ojo de nuestros serranos a falta de un hombre íntegro como Tomás Mejía! En el municipio de Bernal, distrito de Cadereyta, se reunieron 17 personas —incluidas las autoridades municipales— para acordar la paz, ya que este risueño pueblo —al decir del prefecto de Cadereyta— había sido la única población del distrito que se había unido a “los traidores de la sierra”. Lo cierto es que un año después del triunfo republicano, Bernal era el escondite principal de los alzados contra el gobierno, sobre todo del guerrillero José M. Zarazúa. En Bucareli, en Vizarrón y en Peñamiller siguió dando dolores de cabeza el guerrillero imperialista Catarino Reséndiz, que fusilaba y colgaba autoridades pueblerinas en compañía de Luis Vega y Felipe Mejía, hasta que fue apresado en octubre de 1867.
En el periódico La Sombra de Arteaga se publicó una defensa en favor de la ciudad y Estado de Querétaro ante el críptico rumor de repartir el territorio local entre los estados vecinos o dividirlo para hacer distritos militares, según Vicente Licea, sin importar la suerte de los 160 mil habitantes que poblaban la Entidad y 60 mil la capital.
Lo que más aterraba a los queretanos —aparte de este rumor— era la plaga de bandoleros que a diario asalta- iban diligencias que salían rumbo a México, San Luis Potosí o Guanajuato, siendo el punto más crítico el de la Cuesta China donde merodeaba una mujer fea, borracha, jugadora, fanática del antiguo Imperio, chaparra y de piernas arcadas, a la que apodaban La Carambada. No se descartaba que campesinos de los alrededores participaran en estos atracos, por la situación económica que todavía era difícil, pero lo que más chocaba al gobierno local era que, en su mayoría, los bandoleros eran viejos soldados imperialistas que fueron beneficiados con la libertad y que, al no tener los medios para regresar a sus lugares de orígenes, buscaban recursos como fuera. También se supo que los más peligrosos bandidos eran ex presidiarios de las cárceles queretanas que fueron liberados por Maximiliano a cambio de trabajos forzados en las trincheras. La gente robaba lo que fuera, a grado tal que el material de escombro resultante de la destrucción de las capillitas del ex convento de San Francisco desapareció. Los redactores de La Sombra de Arteaga se atrevieron a calcular que más de 90 por ciento de los habitantes de Querétaro y San Juan del Río se dedicaban a actividades delictivas y que sólo 3 por ciento de la población de dichos distritos era honrada y vivía de su trabajo. Pienso que exageró en sus cálculos y porcentajes el señor Luciano Frías y Soto, y hasta creo que debieron exigírsele notas de disculpas al agredir de esa forma a un pueblo sufrido por las interminables guerras y al que ahora consideran delincuente en una gran mayoría calificada. ¡El colmo de la rapiña llegó a su punto más alto cuando la prefectura municipal se dio cuenta de que las llaves doradas —no de oro— de la ciudad de Santiago de Querétaro habían desaparecido del lugar donde estaban custodiadas! La población no participaba mucho en el arreglo de su ciudad, no querían saber nada de las cosas públicas, además de que para reforestar la Alameda se impusieron multas a hombres y mujeres que cortaran más de seis flores por familia. Lo único malo era que tal disposición no aclaraba si era por día o por semana o por mes dicha cuota. Cuando llegaba una compañía teatral a la triste ciudad los juglares se aburrían, pues la gente no iba porque no estaba para fiestas.
López acusó al general Ramírez de Arellano —artífice de la idea de quitar el techo del Teatro Iturbide— de emprender criminales especulaciones hasta por 10 866.31 pesos. “¿Por qué si la lucha era ya física y moralmente imposible, se ha de suponer que era necesario que un hombre traicionase para que el ejército sitiado sucumbiese?” Todavía retó López—a quienes lo acusaban de traidor— a que lo demostraran ante un tribunal y se comprometió a asumir las costas judiciales, y para ello dejó en depósito por un mes las escrituras de su casa. Qué ridículo López al pedir esto último: nadie lo podía acusar de traición jurídicamente porque esa figura no estaba penalmente tipificada y en el Derecho Civil —que sí estaba— era nada más para asuntos de familia y testamentarios. Por otra parte, ¿qué diablos significaba entregar las escrituras de una propiedad inmueble a alguien? Eso y nada son dos nadas, pues no hay transferencia del dominio en la simple exhibición de escrituras, porque falta un acto constitutivo del nuevo derecho. A la terrible reclamación de ¿por qué seguía libre, al contrario de otros jefes imperialistas que habían caído en prisión?, López simplemente contestó que el general Vélez obtuvo de Escobedo el permiso para que él —López— pudiera viajar a México para arreglar los comprobantes necesarios a su vindicación; que esto lo hicieron los dos republicanos como una con- sideración porque lo habían “visto sufrir tanto”. Escobedo, el otro protagonista de la charla del 14 de mayo por la tarde noche, contestó tajante en el informe que rindió al presidente Porfirio Díaz en 1887: “El coronel imperialista Miguel López, aunque infidente para con la patria, ni traicionó al Archiduque Maximiliano de Austria, ni vendió por dinero su puesto de combate”. Cuando el general Escobedo presentó su informe anotando lo anterior, el coronel José Rincón Gallardo cambió de opinión respecto de López y, después de 20 años de groserías y desdenes, lo fue a buscar a su casa en la metrópoli disculpándose por “estar ignorante de la causa” que originó la entrega de la plaza de parte de Miguel López la madrugada del 15 de mayo. Poco tiempo después falleció el tal López —que era además tío de la jovencita esposa de Bazaine— y dicen las consejas populares que la causa de su muerte fue la mordedura de un perro rabioso. ¡Justicia divina! Les vendo un puerco traidor y rabioso. Me cae que le entiendo más a El Peje que a Juan Carlos Osorio. He dicho.