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Alquimista del reflejo

Ramsés de la Cruz, artista multidisciplinario

por Lila Cruz
13 noviembre, 2025
en aQROpolis, Destacados
Alquimista del reflejo

Su arte no es oficio ni pasatiempo, sino una disciplina interior, una forma de escucharse a sí mismo en el borde de la materia.

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Hay artistas que pintan con las manos y otros que pintan con la memoria del alma. Ramsés de la Cruz pertenece a esa casta secreta que convierte la materia en revelación. No observa el mundo: lo disuelve, lo interroga, lo devuelve transfigurado, como si cada trazo suyo fuera una manera de pensar el espíritu. Frente a su obra uno no solo ve, se ve. Hay en sus cuadros una inteligencia luminosa que no busca reproducir la realidad, sino exorcizarla. La luz no ilumina, interroga; el reflejo no imita, descifra; la sombra no oculta, recuerda. Ramsés aprendió a hablar con la luz desde el silencio. Su arte no es oficio ni pasatiempo, sino una disciplina interior, una forma de escucharse a sí mismo en el borde de la materia. Nacido en San Luis Potosí y formado en Querétaro, ha hecho del espejo su territorio y del tiempo su interlocutor. La vida, parece decirnos, no se conquista hacia afuera sino hacia adentro.

Su infancia fue un mapa en movimiento, una geografía de mudanzas constantes. Cambiaban las casas, los amigos, los estados, las vajillas que se rompían en cada traslado. A falta de un hogar estable, aprendió a construir uno interior, hecho de texturas, colores y fractales. De esa inestabilidad nació su sensibilidad por las formas cambiantes, por los fragmentos que revelan una totalidad invisible. El arte, entonces, fue su refugio y su escudo. Comprendió que pintar era una manera de poner orden al caos y de conservar lo único que no podía romperse: la imaginación. De ahí nació su principio estético, lo que él llama realismo trascendental: una búsqueda que no pretende imitar la realidad, sino trascenderla sin traicionarla, una exploración de la luz que emerge desde la sombra para reconciliar el espíritu con lo tangible.

En el taller de Ramsés la alquimia sigue viva. El pigmento no es color: es tiempo. La luz no es un efecto: es un estado del alma. Cada proceso tiene algo de liturgia; preparar los lienzos, observar el comportamiento de las materias, esperar a que la pintura respire. No se trata de dominar, sino de escuchar. “Cuando el color se impone, el espíritu calla. Cuando el silencio domina, el color canta”, dice, y en esa frase resume toda una filosofía. Su obra es introspección y ofrenda; contempla la oscuridad sin miedo, porque la sombra, para él, no es ausencia sino voz. De ahí que su iconografía insista en el espejo, ese territorio donde lo real se multiplica y se corrige, donde uno puede verse desde afuera y aprender a mirar lo invisible. “Cuando creas dominar tu reflejo, es momento de romper el espejo y empezar de nuevo”, confiesa con la serenidad de quien ha hecho del cambio su hogar.

Esa capacidad de mutar es también su ética. Repetir es morir, dice. Reinventarse es seguir respirando. Huye de las fórmulas, de las etiquetas, de la comodidad del estilo propio, porque sabe que el arte, como la conciencia, se oxida cuando deja de moverse. “El cambio es la única forma de humildad que entiendo”, afirma. Su pensamiento evoca a los antiguos: los estoicos, los griegos, los que sabían que la belleza nace del equilibrio entre orden y desbordamiento. Habla de Perseo, de Narciso, del Minotauro que habita el laberinto del ego y del hilo que nos salva de perdernos en nosotros mismos. Cada objeto de su pintura tiene un alma: una taza desgastada, un velo, un frasco de vidrio. Todo encierra una enseñanza, una memoria, una voz. Porque mirar, observar y contemplar no son lo mismo: mirar es rozar la superficie, observar es entenderla, contemplar es amarla. Solo quien contempla, dice Ramsés, puede amar de verdad, porque solo quien se detiene comprende.

En tiempos de ruido y distracción, él reivindica el silencio. Lo considera la matriz del pensamiento y la raíz de toda virtud. “Sin silencio no hay ética”, me dijo alguna vez, “ni equilibrio, ni paz interior”. En su obra ese silencio se siente: son cuadros donde el espacio respira, donde el vacío no es carencia sino presencia, donde cada color parece suspendido en un instante de oración. Ramsés pinta como quien medita, y medita como quien pinta. La repetición de los gestos —pulir, mezclar, esperar, observar— se convierte en un mantra, un rosario de pigmentos que conduce a un estado de comunión. A veces una obra tarda años en completarse, no por indecisión, sino porque él sabe que las revelaciones llegan solo cuando el alma está lista para recibirlas. “Hay cuadros que me esperan a mí”, confiesa con humildad. En esa espera hay un tipo de sabiduría antigua: la paciencia del artesano que entiende que la belleza no se fabrica, se revela.

Hablar con Ramsés es como escuchar el rumor de un río subterráneo. Sus palabras fluyen con calma, plenas de lecturas y metáforas. Todo en su pensamiento parece tejido con la misma urdimbre de la contemplación: el color, la forma, el silencio, la virtud. Cuando habla de sus hijas, su voz cambia de tono, se ablanda. No las llama musas, sino espejos vivos del amor. Las lleva consigo a talleres, ferreterías, mercados, les enseña a mirar con atención el mundo, a descubrir la poesía en lo cotidiano. “Lo que consumes te forma. Cuida tu mirada”, les repite. En esa frase se resume su pedagogía: educar la sensibilidad es un acto político, un gesto espiritual, una forma de resistencia ante la banalidad del tiempo que vivimos. No impone, acompaña; no enseña, comparte; y esa misma ternura se refleja en su pintura.

Para él, el arte es una tecnología psíquica, una herramienta para expandir la conciencia colectiva. Crear es discernir, elegir con ética qué energía proyectar, qué imagen alimentar. En una era saturada de ruido visual, su propuesta es radicalmente simple: aprender a ver de nuevo. Seleccionar con cuidado lo que miramos, cuidar lo que permitimos que nos habite, alimentar el alma con imágenes que eleven. “Cada follow es una ofrenda de energía —dice—. Decide bien a quién se la das.” En su mirada no hay moralismo, hay lucidez. Sabe que el arte puede ser un puente hacia lo sagrado si se ejerce con verdad. Esa sacralidad no tiene que ver con religión, sino con conciencia: con la reconciliación entre lo humano y lo divino que existe dentro de cada acto creativo. Ramsés pinta para recordar que lo visible es apenas la piel de lo invisible.

El espejo, su gran símbolo, encierra una de sus lecciones más hondas. Mirarse no es vanidad, es coraje. En el reflejo conviven Perseo, que salvó su vida mirando al monstruo de frente, y Narciso, que se perdió en su propia imagen. Dos caminos opuestos de un mismo destino. “O el espejo nos revela o nos devora”, dice. Él camina en medio, buscando el punto de equilibrio entre la claridad y la sombra. En esa tensión florece su obra: un barroco sereno donde cada elemento ocupa su lugar, donde nada sobra y todo vibra. Pinta como quien escucha a la materia contar su historia. El arte, para él, es comunión: una conversación secreta entre el alma y las cosas.

También es un hombre profundamente comunitario. Cree en la educación como raíz del cambio y en la cultura como tejido de la esperanza. No habla desde el discurso, sino desde la práctica: acompaña, impulsa, orienta, comparte. Observa a los jóvenes artistas con entusiasmo, convencido de que Querétaro vive un momento fértil. “Nos necesitamos unos a otros”, afirma. “El arte no se hace en soledad, se hace en comunión.” Su taller, lleno de espejos, pigmentos y herramientas, es también un espacio de encuentro, un pequeño templo donde lo cotidiano se vuelve trascendencia.

Ramsés tiene algo de monje y algo de científico. Es un artista que busca, pero no para encontrar respuestas, sino para comprender los misterios. Sabe que cada pincelada es un acto de fe, que cada sombra puede ser una revelación y que pintar, en el fondo, es una forma de orar. Cuando le pregunto qué quisiera que su obra dijera de él cuando ya no esté, responde sin grandilocuencia: “Que quien la vea sepa que no estuvo solo, que hubo otro espíritu buscando lo mismo: una isla donde poder ser uno mismo sin miedo”. Hay en esas palabras una ternura inmensa, una humildad que conmueve. Porque su arte no grita, ilumina; no impone, acompaña; no pretende, revela.

Si el arte fuera una plegaria, la suya tendría una sola palabra: reinventarse. Lo dice como mantra, como respiración, como filosofía. Reinventarse no para cambiar de rostro, sino para mudar de conciencia. Reinventarse para seguir vivo, para no endurecer el alma, para conservar la capacidad de asombro. Esa palabra resume toda su obra, todo su pensamiento, toda su vida. Porque Ramsés de la Cruz es, ante todo, un hombre que se mira sin miedo en el espejo del mundo, un artista que aprendió que la luz más pura nace de la sombra más honda, y que el arte —cuando se hace con verdad— es el único reflejo que devuelve la luz intacta.

Etiquetas: artistaculturaentrevistaPinturaRamses

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