El presidente está desquiciado. Y cada semana empeora más. Dentro de Palacio Nacional se reduce el número de asesores que quieren hablar con él de manera seria y prefieren darle la vuelta por la forma como su intolerancia ha crecido, no sólo hacia afuera, sino hacia adentro, donde sus acciones y declaraciones cada vez pierden más consenso. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha perdido el equilibrio y su falta de templanza es evidente. A las críticas internas está respondiendo con reprimendas y represalias, y a las externas, como no sabe cómo atacarlas, insulta donde puede, y en donde no, sus soluciones caen en lo absurdo.
El deterioro que está sufriendo el presidente en su persona y su liderazgo tiene orígenes objetivos: las cosas le están saliendo mal, la seguridad, la economía, sus mega proyectos, la sucesión presidencial, la corrupción en su cuatroté. Su alegato de que tiene otros datos es cierto, porque de manera progresiva le están informando menos y de forma parcial, ante su intemperancia. Hace unos días sucedió uno de esos momentos incómodos para todos en Palacio Nacional.
Cuando vio la reacción pública a sus declaraciones de que su gobierno protegía al crimen organizado, sin empatía por las víctimas de esos delincuentes, pidió un análisis sobre sus palabras para tratar de entender la masiva respuesta negativa que provocó. La petición se hizo a varias áreas de la Presidencia, de donde salieron documentos que unánime y contundentemente, señalaban que la posición de López Obrador había sido un error. Pero el presidente, en lugar de tomar el ejercicio como una autocrítica, y no como al final parece que esperaba, el apoyo incondicional a su postura, se enojó tanto que ordenó el despido de las personas que habían sido responsables de los equipos que se dividieron el trabajo.
No se sabe si alguien en los más altos niveles en Palacio Nacional estuvo de acuerdo con la purga del presidente contra quienes hicieron su trabajo de manera honesta, pero nadie levantó la voz. Quien quiso hacerlo días después, fue la secretaria de Economía, Tatiana Clouthier, cuando tras regañarla en una mañanera la citó para reclamarle personalmente que publicara el decreto de la NOM para revisar mecánicamente todos los automóviles con más de cuatro años de antigüedad, expresando su indignación porque había tomado esa decisión en año electoral, un impuesto que afectaría a su gobierno.
No es sorpresa que el presidente no gobierna y sólo piensa en elecciones y en mantener el poder, pero el problema López Obrador es un problema para todos.
Dentro de su equipo, porque se estrechan los márgenes para operar, como le sucedió al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, quien ante los obstáculos que está enfrentando la demanda contra las armerías en la Corte de Boston, estaba buscando que se sumaran a ella las fiscalías de las entidades más afectadas por la violencia de los cárteles. El presidente lo paró en seco y le ordenó que se convirtiera en sombra del embajador de Estados Unidos, Ken Salazar, para acotar su protagonismo, porque ya no le gustó que el diplomático se esté metiendo en asuntos domésticos, algunos de los cuales, como la libertad de expresión y la violencia contra periodistas, son contrarios a su posición.
Pero sobre todo, el problema es hacia fuera. Dentro de su equipo, la genuflexión y el terror domina la actitud de sus colaboradores, y si se quedan callados y sólo le dan por su lado, continuarán en su trabajo. Afuera no existe esa alternativa, porque la agresión retórica del presidente es tan fuerte e incendiaria, que mantener silencio es como firmar una carta de suicidio. Es lo que ha sucedido de manera muy clara con el personal médico, al cual le declaró la guerra declarativa por su crítica a la contratación de 500 médicos cubanos.
Paradójicamente, es una controversia a la que él mismo prendió fuego por la forma torpe, hosca y hostil, con la que enfrentó las primeras críticas, que enrarecieron más por su notoria falta de información sobre el tema y la incapacidad para enfrentarlo con inteligencia racional. Lo que sobra en el presidente es inteligencia emocional, quien presa de su propio discurso binario, tildó a todos los que los critican de “conservadores” y en la cúspide del mejor argumento que encontró, gritó desde Sonora, “¡que se vayan al carajo!”. Su desafortunada frase no resolverá la disputa, pero ahondará la división y aumentará a sus detractores.
Esto, lamentablemente para él y para todos, no parará. López Obrador carece de un discurso que no sea el de ataque a quienes lo critican, vestido de diferentes maneras, de insistir que es honesto, que ahora sí hace lo que antes no se hacía y que no buscará la reelección. Con diferente música, es la misma letra. Al paso del tiempo se ha vuelto hueco, exhibiendo sus deficiencias retóricas y su falta de habilidad para enfrentar los desafíos viejos y nuevos que se acumulan. Nadie duda que en la agudización de estos radicalizará su discurso.
Las primeras consecuencias ya llegaron. La violencia con la que trata a los suyos le ha reducido la información porque saben que su reacción va a ser negativa. Se puede argumentar que da lo mismo que le informen o no, porque de cualquier forma López Obrador no acepta prácticamente nada que escape de su esquema mental. Esta Presidencia a la deriva -por la toma de decisiones equívoca-, sólo puede mantenerse a flote con amenazas y ataques.
Malas decisiones a partir de diagnósticos a modo -para que no se moleste-, conduce a malos resultados. Los malos resultados no los ve como consecuencia de fallas y deficiencias en su gobierno, sino porque sus adversarios, a quienes les otorga un peso público sobre dimensionado, lo estorban. López Obrador está ciclado y nada lo sacará de ahí. Lo único que se desconoce, probablemente él mismo incluido, es hasta dónde lo llevará su desquiciamiento. Y esto, es lo peligroso para todos.
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