Sergio Arturo Venegas Ramírez (enviado)
Tiziana Campisi y Salvatore Cernuzio (Vatican News)
CIUDAD DEL VATICANO.- Como mudos testigos, los frescos en los que Jesús juzga al mundo, en la Capilla principal del Palacio Apostólico, la Sixtina, que en la bóveda muestra a Dios creando al hombre, León XIV pronunció su primera homilía en la misa con los cardenales e in mediatamente indicó el camino que debe seguir la Iglesia, partiendo de las palabras del apóstol Pedro que reconoce en Cristo «al Hijo de Dios vivo». El Papa exhortó a un compromiso personal con Dios, en «un camino cotidiano de conversión», y después se dirigió a la Iglesia, para que juntos se viva «la pertenencia al Señor» y se lleve «la Buena Noticia a todos».
Las primeras palabras
Ya sin la presión del Cónclave, en el mismo lugar donde fue elegido 267º Pontífice, y donde pronto se desmontaron mesas y enseres del Cónclave para dejar paso al altar y a las sillas de los cardenales, León XIV comenzó a hablar improvisadamente, en inglés, dirigiéndose a sus “hermanos cardenales” que le habían llamado “al ministerio de Pedro, a llevar la cruz y a ser bendecido con esta misión, que puedo contar con cada uno de ustedes -dijo- para caminar conmigo mientras continuamos como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes para proclamar la buena noticia, para anunciar el Evangelio”.
Hoy no es fácil dar testimonio del Evangelio
En su texto, pues, el Pontífice mira al mundo, consciente de la realidad en la que los cristianos están invitados a llevar la Palabra de Dios.
Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer. Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente.
El mundo que nos ha sido confiado
Existe «la falta de fe» que «a menudo lleva consigo dramas» como «la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas», enumeró el Pontífice, que no olvida «la crisis de la familia y tantas otras heridas que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad». Y hay también «contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido sólo a una especie de líder carismático o superhombre», y esto «no sólo entre los no creyentes, -subrayó León XIV- sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho».
Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Desaparecer para que Cristo permanezca
Y luego el Papa habló, en primera persona, «como Sucesor de Pedro», recordando su «misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamado a presidir en la caridad la Iglesia universal» y recordando las palabras de San Ignacio de Antioquía, mártir en Roma: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo».
Sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia.
Un modelo de humanidad santa a imitar
Antes de explicar cuál es la misión que la Iglesia debe llevar a cabo hoy, el Pontífice se detuvo en Cristo, «único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre», aquel en quien «Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se nos reveló en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre», que luego se apareció «a los suyos, después de la resurrección» y «mostrando así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar». Sin olvidar la «promesa de un destino eterno que supera todos nuestros límites y capacidades».
El don de Dios que hay que anunciar
Pero «dimensiones inseparables de la salvación», que son «confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien del género humano», son «el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar» por Él. Y por eso el Papa, una vez más, insiste en su mandato.
Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4,2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia.
Quién es Jesús
A continuación, León XIV dirige de nuevo su mirada a Cristo, a quien el mundo considera a menudo «una persona que carece totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y de actuar», pero una presencia «molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que solicita», y por tanto a rechazar y eliminar. Mientras que la gente común no lo considera «un charlatán», sino «un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel». Y por eso le siguen «al menos mientras pueden hacerlo sin demasiados riesgos ni inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados». Pero «el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite» es la respuesta dada por Pedro a Jesús: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Un León en la cena
Había finalizado la cuarta votación del Cónclave electivo celebrado en El Vaticano y Robert Francis Prevost, hasta ahora prefecto del Dicasterio para los Obispos, elegidos por los cardenales en el Cónclave como el 267.º Pontífice de la Iglesia universal, obtenía al menos las dos terceras partes de los 133 votos. ¡Y habemus Papam!
Así, en esos mismos momentos, en la Capilla Sixtina, frente a sus hermanos reunidos en Cónclave, el Papa León manifestó su consentimiento a la elección canónica e indicó, conforme a lo establecido por el Ordo rituum conclavis, la elección del nombre pontificio: León XIV. El cardenal primero del orden de los obispos fue el encargado de recibir formalmente la aceptación.
Luego, según documentó El Vaticano, el Papa se dirigió a la “Sala de las lágrimas”, para despojarse de las vestiduras rojo púrpura y vivir algunos momentos de intimidad: en oración, solo.
En realidad, no solo, sino acompañado por Dios, suplicándole la fuerza para asumir este crucial cometido y recibir el abrazo de los cinco continentes con las vestiduras blancas de Pontífice.
La ovación
«¡Viva el Papa! ¡Viva el Papa!», se escucha en la plaza, y en un momento incluso un «¡Olé, olé!». Un grupo empieza a cantar el Salve Regina en el día en que la Iglesia celebra a la Virgen de Pompeya.
La misma Virgen que el propio Pontífice mencionará en sus primeras palabras, pidiendo a todos que recen el Ave María. Quién sabe si ese eco llegó hasta las ventanas selladas de la Sixtina, bajo el majestuoso fresco de Miguel Ángel, donde mientras tanto el primer cardenal diácono ha leído el pasaje evangélico en el que Cristo confía a Pedro su Iglesia y a los sucesores el primado del ministerio apostólico.
Al finalizar, los electores prestaron, uno a uno, el acto de homenaje y obediencia. El Papa acogió a cada uno permaneciendo de pie frente al altar. Luego, él mismo entonó el Te Deum y, mientras el cardenal Mamberti, desde el balcón central de la Basílica Vaticana, anunciaba en latín la elección tan esperada, comenzó su camino hacia el balcón. Precedido por la Cruz, apareció en la plaza. La mano levantada en señal de saludo. Un saludo urbi et orbi, a la ciudad y al mundo, transmitido por todos los medios y cadenas de televisión que interrumpieron sus transmisiones para conectarse con Roma.
Las primeras palabras
A las 19:22, la hora de la aparición. En los minutos previos, el desfile de las bandas musicales, los himnos, el de Italia y el del Estado de la Ciudad del Vaticano, la guardia de honor, la ovación, las banderas de diferentes países entrelazándose, un ir y venir de cardenales octogenarios en el atrio, las cámaras y las cámaras fotográficas de más de 7 mil medios de todo el mundo enfocadas hacia los pesados cortinajes de terciopelo rojo. Luego, el inicio con ese «¡La paz esté con todos ustedes!», que inmediatamente estableció una cercanía, que se fue profundizando con el saludo en español a su diócesis de Chiclayo, en Perú, «donde un pueblo fiel ha acompañado a su obispo, ha compartido su fe y ha dado tanto, tanto para seguir siendo Iglesia fiel de Jesucristo».
El recuerdo agradecido a Papa Francisco
Esa familiaridad se transformó en emoción con el agradecido recuerdo de su predecesor Francisco y de sus últimas horas en esta tierra. El Papa argentino que “bendecía Roma, daba su bendición al mundo, al mundo entero, aquella mañana del día de Pascua”, expresó su sucesor. Quien pidió dar continuidad a esa misma bendición: “Dios nos quiere bien, Dios los ama a todos, ¡y el mal no prevalecerá! Todos estamos en las manos de Dios. Por lo tanto, sin miedo, unidos mano a mano con Dios y entre nosotros, sigamos adelante. Somos discípulos de Cristo. Cristo nos precede.
“El mundo necesita de su luz. La humanidad lo necesita a Él como el puente para ser alcanzada por Dios y su amor. Ayúdennos también ustedes, unos a otros, a construir puentes, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz. ¡Gracias al Papa Francisco!”.
Un aplauso estruendoso también allí, señal de que Jorge Mario Bergoglio está presente. Desde el cielo, pero presente.
Finalmente, se concedió la indulgencia plenaria a todos aquellos que en ese momento recibieron la primera bendición del nuevo Sucesor de Pedro. Comienza un camino, comienza una historia, comienza una nueva época. «¡Viva el Papa!»
Este momento marcó el inicio de un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia, con la bendición de un Papa que trae consigo un mensaje de esperanza, unidad y renovación para el mundo.
La ceremonia se convirtió en un símbolo de la continuidad de la misión apostólica de Pedro.