Detenerse en un semáforo en rojo, atender el llamado de un agente de policía, seguir un proceso para obtener documentos oficiales, reducir la velocidad al escuchar una sirena de ambulancia o de bomberos, aunque parezcan simples gestos cotidianos, son en realidad testimonio de una parte del papel vital que desempeñan las instituciones en nuestra vida diaria. Las instituciones son acuerdos formales que hemos establecido como sociedad para organizar nuestra convivencia, son la estructura que sostiene el tejido social, económico y político de nuestro país. Sus fortalezas y debilidades son también una expresión de nuestra cultura, difícilmente podríamos coordinarnos sin ellas. Del respeto de los ciudadanos y las autoridades a nuestras instituciones depende en gran medida el orden público, el desarrollo, y como hemos visto recientemente, la capacidad del Estado de dar respuesta ante las crisis.
López Obrador, desde antes de su elección, afirmó: “¡Al diablo con sus instituciones!”. En estos cinco años ha cumplido su promesa. Pero, ¿cuáles son las implicaciones reales de tal destrucción y cuánto tiempo requeriríamos para construir nuevas? El desastre natural provocado por el huracán Otis ilustra la calamidad de una gobernanza sin instituciones sólidas: la descoordinación gubernamental ha expuesto a los ciudadanos a una vulnerabilidad casi total, exacerbando el sufrimiento y dificultando las posibilidades de una reconstrucción de la zona al corto o mediano plazo.
El personalismo y concentración de poder en la figura de AMLO, ha demostrado ser un riesgo palpable. Ya no digamos el tema de capacidades técnicas. Que el presidente tenga que explicar en su mañanera cómo se deben empacar los huevos para que la marina lleve las despensas a Acapulco, habla de un alto nivel de desconexión con el entendimiento de las responsabilidades de cada institución y sus roles. Lejos de atender a las necesidades de la población, vemos decisiones políticas que priman sobre estas. Esto es parte de las consecuencias de su famoso dicho: 90% de lealtad y 10% de capacidad.
Ante el caos, la corrupción y el clientelismo, se observa la urgencia de instituciones robustas, capaces de garantizar una distribución equitativa de los recursos y proteger al pueblo. La falta de éstas no solo se refleja en respuestas desorganizadas ante el Huracán Otis (u otros desastres naturales) sino también en hechos lamentables como el saqueo post-huracán, un microcosmos de un desorden mayor fomentado por el vacío de poder institucional. ¿Será la poca capacidad del ejército para dar respuesta a este desastre natural, síntoma, no de su capacidad, sino de su alta dispersión? El ejército que tenía un mandato claro, en los últimos años se ha visto dispersado en muchas funciones del estado, que no están dentro de su mandato, ni su entrenamiento, ni sus capacidades en número de efectivos militares y, como bien dice el dicho mexicano, el que mucho abarca poco aprieta.
Esta crisis subraya la relevancia de las instituciones como herramientas de equilibrio y salvaguarda ante los excesos del poder o la incapacidad técnica de los que están al mando. Las repercusiones de su erosión no son solo inmediatas, sino que se proyectaran en el largo plazo, fortaleciendo instituciones no-formales como el crimen organizado, que solo seguirá creciendo.
Debemos aprender de las señales de alarma como las enviadas por la respuesta al huracán Otis. Tal vez con el caso de Acapulco, veamos finalmente el efecto devastador por la eliminación del fideicomiso del Fonden y, la dimensión del riesgo de haber acabado con prácticamente todos los fideicomisos del Estado y los ataques constantes a otras instituciones del país, como el INE, el Poder Judicial, la UNAM, el CONACYT, el INAI, etc. La lista es larga.