Diablos colorados con alas de murciélago, mujeres de vestido escotado, hombres superdotados, santas muertes, duendes, elefantes, budas, cofres rebozantes de monedas doradas, veladoras negras y blancas, perfumes y bebidas, huevos rojos y hasta negros, manojos de yerbas atados con listones de uno u otro color, amuletos y decenas de artilugios más, es la vía fácil que muchas personas buscan para amarrrar al que no quiere quedarse, ahuyentar a quien no quiere irse o para que alguien se enferme o muera o sane; o para enriquecerse, embellecerse, para tener poder, para ganar, tener suerte, para ser eterno.
Creer o no creer se dice que es el dilema aunque también es la necesidad. La gente necesita creer para seguir avanzando, socializando, trabajando, necesita creer para vivir y convivir con los demás, el problema es que no cree, no solamente en los otros, tampoco en sí mismo. Esta falta de confianza, aderezada con ignorancia, flojera y muchas veces desesperación, induce a buscar en la magia de la inmediatez, soluciones, a la vez que va haciendo prosperar, sin control de las autoridades, la industria de la estafa y engaño, que va de figurillas, brebajes y amuletos, al vasto universo de los charlatanes que se anuncian profusamente mediante volantes, carteles, papelitos pegados en postes y en radio y televisión multiplican sus programas pagados mediante los que ofrecen curar enfermedades, sacar fantasmas de las casas, recuperar cosechas, venganza, revertir brujerías, regresar maridos o esposas y hasta propiedades perdidas. Quienes caen en el garlito, en la trampa, pasan de la esperanza al espanto, al ver salir de su cabeza o vientre un gusano peludo o de ver, “con sus propios ojos” convertirse agua limpia en sucia, o cualquier otro truco que personifique el mal, y para deshacerlo, los defraudadores piden, exigen, treinta, cuarenta mil pesos o mucho más y aunque parezca increíble los incautos se los pagan, porque envueltos en la labia del maleante, dejan en prenda su alma, su salvación y salud.
Hace décadas, chicos y grandes se cuidaban de no ser estafados y engatuzados por las “húngaras”, hoy, el abanico de cuenteros es amplio, unos leen las cartas, las velas, el café, la palma de la mano, las piedras; otros adivinan dónde encontrar tesoros o bienes perdidos y la mayoría ofrece deshacer los “amarres” que lo someten, curarles lo incurable o enriquecerlos y convertirles en imán de buena suerte.
Mucha, muchísima gente es víctima de este tipo de estafadores y pierden dinero, a veces grandes cantidades y hasta propiedades, pero no lo denuncian por vergüenza de haber sido timados y porque los rateros, disfrazados con turbantes y nombres exóticos se van impunes, como en el viejo oeste, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad sin ser molestados ni con un ojo de venado o pata de conejo.
Curioso siglo veintiuno, el del turismo espacial, el de la comunicación inmediata a casi cualquier parte del mundo, el del abandono de las religiones porque su Dios no es convincente, y donde lo mismo, desde analfabetas hasta doctorados buscan la verdad creyendo en los horóscopos, en la carta astral, en un saquito de tierra, en un manojo de ruda o en un huevo negro. Lo que no se metaboliza siempre regresa y en forma más degrada, más diluida, Al tiempo.