El sistemático ataque del presidente a medios y periodistas hay que verlo bajo una óptica diferente. No puede analizarse solamente como reflejo de su talante autoritario, ni como una reacción por haberse convertido en la última trinchera ante sus violaciones a la ley. La derivación patológica como algunos explican su confrontación con los medios, podría ser la primera puerta para analizar la dialéctica de violencia emprendida por Andrés Manuel López Obrador contra ese grupo, pero el propio presidente aportó hace unos días la razón de la cruzada violenta que ha emprendido desde hace unas semanas, que permite abrir todo un nuevo campo de reflexión sobre el infierno que, en el fondo, debe estar viviendo en Palacio Nacional.
López Obrador quedó descolocado, como si hubiera caído por un nocaut técnico tras la revelación de la casa gris que habitó durante un tiempo su hijo José Ramón en Houston. La corta mecha que tiene se acabó, y apuntó todo su arsenal vitriólico de infundios, insultos y difamaciones contra un grupo selecto. No es algo que hubiera hecho con tanto énfasis guerrero de no haberse sentido afectado en su integridad. “Si no salieran a atacarnos con esos reportajes, no estaríamos hablando de esta situación, y mucha gente se quedaría con la idea de que el periodismo es como el castillo de la pureza”, dijo. “Tenemos oportunidad de confrontar”.
Confrontar no es desmentir ni aclarar. Confrontar es debatir. El presidente no busca llegar a la verdad, sino neutralizar a quienes tienen como línea de investigación periodística encontrar los hoyos negros de quienes gobiernan el país. Es un ejercicio de rendición de cuentas al que han sido sometidos todos presidentes desde Carlos Salinas hasta Enrique Peña Nieto. López Obrador ha resentido más este trabajo por el nepotismo documentado en su gobierno y por el alto volumen de presuntos actos de corrupción y conflictos de interés en su entorno más cercano.
Su estrategia de daño reputacional, que comenzó su equipo desde agosto de 2018, se ha intensificado hasta alcanzar grados de hostilidad y agresión retórica sin precedentes. Las redes sociales, que tan bien manejaron para polarizar y atacar, se les voltearon. Regresaron a una estrategia de la campaña presidencial de 2005, donde desde cuentas específicas insultan todo el tiempo a un pequeño grupo de periodistas mediante correos electrónicos. También, derrotados por los medios tradicionales que tanto desprecian, están buscando colocar a sus principales propagandistas y afines, en espacios donde intenten neutralizar la crítica.
Puede no gustar lo que están haciendo, pero es legítimo por cuanto al fondo y el modelo. No tanto por cuanto a la forma, donde la retórica sigue siendo incendiaria y se están utilizando recursos del Estado para utilizar información confidencial, violando varias leyes. Así deben estar de desesperados. El presidente necesita apretar el paso para deslegitimar a quienes a quienes están investigando las irregularidades y probables ilegalidades en su entorno y gobierno. Es algo que no puede parar, ni tampoco reducir en intensidad. Lucha todos los días porque no sabe si a la mañana siguiente se despertará con una nueva revelación periodística que mine su imagen de honestidad.
La batalla la está perdiendo. La percepción de que la corrupción se está afianzando en su gobierno, y crece en cada encuesta de aprobación presidencial. Los videos y los documentos probatorios de irregularidades han resultado tóxicos para López Obrador. En esto radica el miedo que tiene el presidente, que desde que apareció el primer video de su hermano Pío recibiendo dinero del gobierno de Manuel Velasco, entendió que era una carrera que no pararía. En ese momento, calculaban en Palacio Nacional, había al menos otra decena de videos de sus hermanos recibiendo dinero, supuestamente para campañas políticas.
Las filtraciones continuaron. Las agresiones a la prensa y a periodistas se incrementaron proporcionalmente a las paranoias que empezaron a crecer. La vulnerabilidad que mostró el presidente, reflejada a través de sus reacciones públicas, probablemente fue aprovechada por grupos políticos contrarios a él. A ellos se refiere López Obrador cuando afirma que buscan “desestabilizarlo”, y “derrocarlo” incluso los “conservadores” y la “derecha”, una idea alimentada por su grupo de asesores que no lo aconsejan bien, quizás porque están encerrados en su misma burbuja de prejuicios y sesgos.
Pero no es algo que piense de todos los casos. Por ejemplo, los audios del fiscal Alejandro Gertz Manero, que lo desnudan como un violador de ley con cómplices en la Suprema Corte de Justicia, sabe que fue obra de alguien dentro de su círculo de poder. Probablemente es el caso de las propiedades no declaradas de la ex secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval. No está claro de dónde salió la filtración de las propiedades no declaradas del director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, y hay confusión sobre el video donde aparece su secretario particular, Alejandro Esquer, en operaciones irregulares de dinero, y de los detalles de la chocolatera y la casa gris, adjudicadas inicialmente al exconsejero jurídico Julio Scherer.
Sólo el carisma de López Obrador y la fe que muchos tienen en él, han impedido que colapse su imagen. Es muy poderoso ese blindaje para haber resistido el comportamiento de sus hijos que él estigmatiza, las revelaciones sobre el papel que juegan como bolsa de trabajo para sus amigos, y los potenciales actos de corrupción y riquezas poco explicadas en su entorno más cercano. No obstante, lo sabe el presidente, todo desgasta y puede dejar de servir.
Deslegitimar a prensa y periodistas es fundamental para López Obrador por lo que viene. Su primer circulo advierte que hay videos de su hijo predilecto, cuyo contenido por cuanto a daño potencial, piensan, no se compara con ninguno de los difundidos hasta ahora. Esto podría ser nuclear. Está en una carrera contra el tiempo, donde acabar con la credibilidad de los mensajeros es prioritario para evitar que sean las revelaciones las que sigan acabando con él.
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