LA APUESTA DE ECALA
La casa de buen y afamado José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad Ocampo Tapia, quien junto con Guillermo Prieto Pradillo y Benito Pablo Juárez García, forman parte del gabinete superior del recién elegido provisional presidente de la república Juan Álvarez Hurtado —una vez que Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón renunciara a la presidencia en 1855 un 9 de agosto—.
La reunión entre ellos cuatro oscilaba entre varios puntos a tratar, no solo los más altos sentires de nuestra recién república —que en versos y odas se atraen— sino en la más densa oportunidad de saberse ahora con un proyecto de manufactura única: “construir un concepto republicano” cercano a los olivos que tanto elogiaron a los clásicos y que ahora una vez recién nacida la nación, las letras marcarán con dorados aranceles el devenir de esta patria florida y de alta casta.
Por ello era de resaltar un tema:
¿Qué y quiénes serán ahora los próceres cual santos fueren debatidos en la esperanza y la adoración por las personas? ¿a quién dirigirá sus odas el suave verso de los campos emancipados a la guerra?
Es el turno de Melchor Ocampo.
—Que se en sí labor del que nos reúne en esta tarde de avispara lozanía, para que podemos escudriñar en la centuria de los tiempos, el alcance y el fervor de quienes hoy construyen este recinto de la nación, herido y despoblado en el más, pero que a bien de la paz y en encono terminado, nos diéramos a la tarea de construir una nación, en las bases del concepto y tema de lo que poco se sabe.
Esta nación proclive a la adoración de imágenes y de un superior que ha sangrado a su pueblo con la esclavitud ideológica de un salvador, se rehúsa a seguir los caminos de la república, hoy solo unos cuantos —los mínimos— se sientan para dibujar a aquellos héroes que darán sana suplencia a los “jórgeres” y “joseses” que de tributo en imagen pueblan nuestros templos y parroquias.
Y a los que las personas sobran de ser dadivosos con sus materiales, con sus monedas y ropajes excelsos hacia la Iglesia de México, cuando esa irrigación del fruto del esfuerzo se lograra hacer para la nación y no para enriquecimiento de los más, que abundan por doquier.
Los aplausos y las felicitaciones no se hicieron esperar, así como las muecas de honor en el presidente mismo.
Toca el turno a Guillermo Prieto.
—En sí de las afabilidades de los poemas que se escribirán a nuestros próceres, eminentes todos ellos, en suculentas batallas y de aquellos zócalos de tridente bridones que los honren, resurja un momento de colocar atinada atención a quiénes y que, se dirá de ellos, de los más que guardan el futuro de esta nación para lograr suplir en medida proporcional alta, las creencias de aquellos hijos de esta nueva república, madre que pare a borbotones este mismo día, la elocuencia de sus cantares e himnos.
A su consideración escribo y leo lo que a bien he dedicado mis últimas horas de varias semanas, sin descanso, multicolores aves de inspiración a los trinos constantes de la desvelada alborada.
Que quede por aceptado que de este tiempo en lo posterior, logremos que sea una sola figura la que más, la propia e incandescente, la del mismo Presidente de la República, la que de cansancios fuera la lluvia fresca, que del suspiro fuera el último aliento, que de sostén estuviera a casa el peregrino, que sea pues la firma de inmortalidad la que se plasme a lo ancho de nuestros territorios, como bandera anexa a la república misma.
¡Que así sea!
Todos dijeron vivas, alegrías por las frases y los elocuentes artículos de adoración a la figura presidencial, que se supiera de una vez, que las figuras religiosas de adoración de la gente se cambiarán de ahora en adelante, por aquellos que dejaron su sangre en los campos de batalla y sus hazañas encumbradas, bajo la poesía de la heroicidad en el tálamo de la nación latente.
Los brindis fueron de parte relativamente a que la idea pareciera tiempo de explicarla, el presidente y héroe de batallas estaba admirado por tal ocasión, que de tanto se supiera que estaba a bien en tono de llevarlo a cabo.
—¿Quién nos hará el favor de plasmar en un tema propio en tomos de esta elocuente idea?
—Pensamos señor que de sí fuera Usted mismo el encargado y una comitiva que presida Melchor Ocampo, en la tesitura de que se escriba lo propio y plasmar el corazón mismo de la idea.
—Bueno, pues que no se diga más.
Zócalo de México, templete de mítines y elocuencias, 31 de mayo de 1863.
A punto de hacer su entrada para llamar a las personas a trasladar la nación a otras tierras para mantener la república viva y veraz —mismos que se les otorgó poder para hacerlo por el mismo Congreso de la República— el Lic. Benito Juárez aceptó, no de buena manera la entrevista para un diario norteamericano, a bien de lograr pasar la noticia de pronta ayuda y recibir apoyo para ello —la idea original era quedarse en Monterrey, aunque tan solo llegar ahí le llevaría una larga travesía—.
En el carruaje en el que partirían se encontraba el mismo Juárez, un secretario particular que revisaba el completo archivo de la nación que acompañaría a los poderes y el reportero Stilson Hutchins — quien años después fundara el Washington Post— mismo que tenía poco tiempo para hacerle algunas preguntas.
Varias razones y asentamientos dieron a Juárez de parte del reportero, pero un tema surgió de entre la plática.
—Es verdad Sr. Presidente ¿qué de sí da por hecho que en México se suplirán las imágenes religiosas por héroes de la nación?
—¡No en esa razón o complacencia! es un proceso de que la religión se quede en los templos y no intervenga en la vida política de nuestra recién nación, consecuencia de ello, la suplencia de las filias hacia las imágenes de devoción, etéreas, por las historias reales de personas que dejaron su espíritu en fundar y solventar nuestros territorios.
—Pero Usted es una persona formada dentro de un recinto religioso.
—Es de verdad lo que dice Usted, pero no de ello quedara un compromiso con los cuales, de por sí el sentido de la nación que vivimos en este momento es ya un disturbio de proporciones internacionales, el que nuestra nación haya decidido no pagar la deuda externa a los anteriores confratérnales nuestros —Francia, Reino Unido y España— por salvaguardar los derechos propios y que seamos invadidos de nueva cuenta por Francia nos hace pensar que será menester de otra ocasión para ahondar en este tema.
—Pero en sí Usted solo se traslada a otro espacio o ¿ha pensado retirarse a norteamérica?
El presidente no le contestó y le reviró.
—Que de verdad Usted me haga el favor de lograr participar con claridad en lo que a siguiente le haré saber, los generales Manuel Vicente Ramón Doblado Partida y Jesús González Ortega tienen instrucciones precisas de fulminar por completo a los ejércitos invasores, ya contamos con estrategias de salvaguardar a nuestra nación y la defenderemos por encima de cualquier principio, ahora mis relaciones con los conservadores son única y exclusivamente soportadas por mis propios generales.
¡Están cortadas las relaciones!
—Pero Sr. Presidente ¿podremos tomarle una entrevista a los señores generales?
—En ocasión del momento histórico que vivimos en poco lo veo considerable tal osadía, muchas gracias Sr… ¿cómo dijo se llamaba?
— Hutchins, señor presidente.
—Le prometo no olvidarlo.
Millares de personas estuvieron como testigos de la marcha del presidente Juárez hacia los rumbos del norte, los vítores, ánimos no se dejaron esperar, la gente enardecía de ver con propios ojos al presidente Juárez se retiraba hacia lograr que los ejércitos de los franceses no le capturaran —que de sí sucediera volveríamos a un imperio absurdo como el anterior– pero que de escapar se suscitara, regresaría con olivos en sus cienes.
Roma, marzo 9 de 1865.
El Vaticano mostraba un disgusto claro con la casa de Maximiliano de Habsburgo —quien no recibió ayuda alguna de parte del propio Papa Pío IX— que a bien el emperador en México ha externado algunas cuestiones acerca de que aseguraba “había hablado ya con su Santidad” y que acentuaba en el Periódico Oficial del imperio acerca de “negociaciones con el Vaticano para tal ocasión de lograr solventar el catolicismo en el imperio”
El Cardenal Antonelli fue el encargado, junto con demás secretarios de los territorios pontificios de dejar clara la posición del vaticano ante tal osadía.
—¡Como si fuéramos comerciantes viles nos trata! — era el Cardenal Cintiolli el más molesto— no habrá término de lograr aclarar esta posición que no sea con una contestación por escrito Sr. Cardenal.
—Coincidimos en todo con su persona, y debemos dar énfasis a que las personas que llevan a cabo esa cruel guerra de poderes comprendan que en nada existe tal aseveración ni visita, que físico si lo realizara, pero que de platica formal y estatuto haya quedado, que se plasme que no habrá tal atención al emperador.
—¿Lo sabe ya el Santo Padre?
—Que sí, de su propia voz he redactado la misiva con claro depósito de lograr el bien y que las afrentas desaparezcan, en las batallas los que más sufren son quienes menos tienen, les comparto…
El emperador de México Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena, quien se ha proclamado como católico y con altas motivaciones de cercanía con los territorios pontificios.
La carta que Serenísim a Majestad el emperador de México Maximiliano I ha dirigido con fecha 27 de diciembre último al Sr. Escudero, ministro de Gracia y Justicia y que ha sido publicada el mismo día en el Periódico Oficial del imperio, ha causado la más dolorosa sorpresa a todos los corazones católicos y ha sido para el padre santo una fuente de disgusto y de amargura.
Las comunicaciones de la nunciatura apostólica que llegaron acto continuo y la nota que V. E. mismo tuvo a bien dirigir el 8 de febrero al infrascrito cardenal secretario de Estado, no han podido disminuir en lo más mínimo los serios temores que el precitado acto ha hecho nacer, respecto de los graves peligros a que se encuentra expuesta la Iglesia católica en el imperio de México.
El cardenal infrascrito, en virtud de las órdenes de su santidad, se ve, pues, obligado a llamar toda la atención de V. E. sobre un suceso tan deplorable y espera que las quejas legítimas y las justas reclamaciones de la Santa Sede apostólica, sean favorablemente acogidas por el nuevo monarca.
Ahora bien, S. M. no puede haber olvidado que, durante su corta estada en esta capital, no tuvo lugar ninguna negociación relativamente a los asuntos religiosos de México y menos todavía a los puntos indicados por el emperador en su carta al ministro Escudero; puntos que jamás habían indicado a persona alguna antes de la llegada del nuncio apostólico a México.
Castillo de Chapultepec julio 12 de 1865.
Una vez que el emperador leyó la carta de contestación del Vaticano a lo publicado en el Periódico del Imperio, su enojo fue el que más, de propia mano del Nuncio Apostólico presente, le dejan claro que su intención de hacer saber al pueblo católico de México que el imperio iba de la mano del Papa Pío IX, era estéril.
Antes de retirarse el Nuncio, en audiencia de oficios y notariales el Emperador le lanzó un dardo:
—Si su majestad de los territorios pontificios supiera de grana y miel con que el presidente Juárez ha determinado suplir a todos los santos, imágenes y tallas de estas tierras, propios y provenientes, cambiando sus pedestales por los héroes que hoy derraman sus glorias, que en pronto veremos dentro de las parroquias esculturas que exalten los valores de una llamada república, héroes de sangre y cuerpo, que son simples mortales como usted y somo su servidor, a esta afrenta ¿qué debe seguir un servidor a su santidad?
El Nuncio paró su marcha y volteó para contestarle.
—A su amadísima santidad, nuestro Papa Pío IX le ha quedado en sentido claro y firme, que serán los propios católicos mexicanos gracias a su entendimiento, sean quienes consecuentes, diferencian claramente entre los propios, de los invasores.