LA APUESTA DE ECALA
El sefardí —hijo de judío nacido en España— Cristóforo Colombo narra sus viajes al joven bachiller Hernaldo de Córdoba, quien a bien y de sinceridad, tendrá a narrar los hechos de viva voz, en ello sus expectativas por considerarlo un maestre de los mares, virrey y total cartógrafo de las rutas que hoy se explotan a cabalidad.
La sala de casa con grandes muros hacia el acantilado en La Isabela —ciudad fundada por el propio Almirante— una chimenea y los arcos de arquitectura árabe —que no muchos extrañaron tal diseño—el patio y la terraza al aire con fogata, daba al toque de la recién tarde la oportunidad de concentrarse en la narrativa de un navegador como tal.
El bachiller daba encuentro fascinado con las historias —narrativa propia al estilo— de un más que cartógrafo, aventurero, afirmaba que aquellos mares daban fortuna al navegador, pero que, por las noches, fantasmas de los antepasados de la bóveda celeste reviven sus andanzas y se posesionan de tripulaciones y navegantes.
«… son tierras inhóspitas, que no han visto semejantes navíos, pero que, a las sombras, se miran los dragones y grandes monstruos marinos, que dan a la pesadilla con el menos del contramaestre o al más del simple, al polizón…»
Que de momento un buen tinto traído de las barricas del ron —impregnado y avinagrado— la carne de puerco, con permiso del alcalde de agua —que de, lo tiene prohibido por su ascendencia judía pero que para callar lo realiza sin insatisfacción le dan a la tarde oportunidad de ampliar la capacidad de narrativa.
—¿qué de más recuerda mi señor Almirante de sus viajes? ¿qué de sí me indique cuál ha sido el mayor recuerdo de su mente?
—A de impropio destinar mi memoria a un recuerdo, en lo único, en lo propio, que de mi sana memoria no retenga uno, al contrario, serán por centenas que consideraré narrativas que de impulso su corazón añade a su escrito, pero que, de no ser consideradas ciertas no daré por vencido de volver a recibirle.
—Nunca falta de atención me atrevería a impropiar a su persona Almirante
—¡Que en ello fuere!
Narrativa que de ello fuere que llegaron a las llamadas Indias en fervor de no lograr soportar el hambre, la peste y el sarampión en la tripulación.
… a bien que el calor impropio sus más audaces rayos de soporte, su intrépido fervor infiltraba las resquebraduras que permitían valorar el daño de la carabela, desde dentro, los rayos le daban al contramaestre la instrucción en dónde colocar el guano para la remienda, mismo que se obtenía del sudor de los barriles y una mezcla.
Llevaba a bien meses de sol, tempestades y asombrosas noches de idilio — en hambre— solamente consumiendo lo atrapado en el océano, en la ruta de navegación de los reinos hacia las indias.
¡Que des constancia bachiller! que fuimos sorprendidos por una pandemia del escorbuto, aquella enfermedad que te tira los dientes, te ajoroba y los cansancios son contados en todo el día ¡anota bien bachiller! que de sana salud solo gozamos unos pocos, aquellos que consumíamos algunas viandas guardadas como la piña y los limones, obtenidos por los propios capitanes por cabalidad de lograr tener salud.
La tripulación que enfermó nos demostró claro que solo comer peces, galletas de marina y beicon —tocino de la panza del cerdo— no alimentarse de piñas y limones, daba claro que morirían envenenados de tal mal.
Pero una noche pasó algo que no olvidaré.
Al término de la navegación, cercanos al cono que dirige la corriente de palos, a unas cuantas millas de la separación de las corrientes del océano de la cartografía, en las islas que dan forma a este archipiélago encontramos unos sonidos fascinantes, como si retumbaran trompetas del fin del mundo, después vimos bajo la cubierta del mar grandes monstruos de solo dos tonos, el blanco por el mar y el negro por debajo.
Inmensos cachalotes de dos tonos que surgían desde el fondo y saltaban por sobre la superficie del océano, casi al mástil del principal —la verga— ¡daban como si el terror de los mares se nos viniera encima! el oleaje resultado era atrapador.
Sus grandes ojos nos remiraban y tendían los movimientos, sus esloras al doble de la nuestra, debes de saber que las carabelas nos están hechas para el contacto contra otros bergantines, son frágiles como el papel, un golpe en babor o estribor rompen las bodegas y a hundimiento en rapidez, por ello el temor que estos animales nos rompieran en dos.
Al paso de la noche nos acompañaron con sus armoniosos sonidos, que de a tiempo, lograban embelesarte y llenarte de tranquilidad, a tal modo que comer mazmorra o capón de galera, a sabor de suculento manjar, a pesar de la luminosa luna, sus reflejos desaparecían, así que pasaban como blancas líneas entre nosotros.
Esa misma noche fallecieron cuatro de la tripulación por el sarampión, no sabíamos de sí hubiera sido por aquellos cachalotes de dos tonos los responsables, mi memoria de navegador se niega a presentarlo así, pero las costumbres del mar nos hacen ser simples supersticiosos.
¡Pero que tenía la razón!
A la mañana siguiente la fuerza de los rayos del sol nos daba por la popa, un fuerte viento levantaba nuestras cuadras velas y los nudos aumentaron —una vez que pusimos los cuerpos de aquellos infelices en la quilla, para que, con las honras, los depositáramos en la mar, como en los viejos manuales de navegación se estila— al caer uno a uno, aquellos cachalotes de dos tonos volvieron a la superficie, como para recogerlos ¡o eso pensábamos! cuando uno de ellos destrozó las vendas y el camastro de depósito dejando al vivo el cuerpo de aquél poco afortunado, vimos como le arrebató el brazo y después una pierna ¡los destrozaron y devoraron a los cuatro!
¡Aún mis noches de orina incesante me hacen saber que de terror aquella imagen no les volvería a borrar de mis adentros!
—¿cachalotes carnívoros? es a tono de creer imposible.
Hoy las llamadas Nuevas Tierras están infectadas de aquel sarampión, pobres e infelices nativos, que nunca adivinaron semejante peste de dolores y picazones, me han contado de muertes por tan solo un suspiro, se cuentan por cientos en La Isabela, vemos como caen.
A nuestras infancias estos males nos dieron y al paso quien saliere avante se hacía fuerte y resistente, a la más, dos hermanos propios murieron de aquellas ronchas sanguinarias, que atraían a las moscas y a los menos del baño, hasta gusanos vimos en sus rostros.
¡Que des nota bachiller que no todos los bienes les trajimos! a la contra, más males depositamos en estas tierras que aún quedan otras en ultramarinos a rescate y conocimiento.
Narrativa de los primeros amores y andanzas de versillos y poemas a las nativas de estas tierras.
—¡A por demás la mujer de estas tierras! frutos puros y virginales que, de manufactura creada entre la propia naturaleza, no había visto tanta viveza que, en los ojos de estas nativas llenas de piel tersa y canela, de espolones y negros caspios.
—Almirante Cristóforo ¿qué a bien dijera acerca de sus amoríos? a bien es cierto de su longevidad y lozanía con las damas, pero a bien por sus tiempos ¿digno de versillos y tunante?
—¡Como un mancebo! brioso y cabrío que aún domina mi fuerza, solo aletargado por mi sífilis —aliviada, por cierto, que dejes nota bachiller— mal logrado cuando mozo en las orientales de la Complutense de Madrid.
—Mira joven amigo, te voy a narrar una historia que de no dejar nota me haría bien, pero que llevo de años en sacarla ¡como un carbón que a cada soplo enardece sus notas de brillo! deseo de forma que no dejes mi nombre asociado al hecho, solo te contaré mis andanzas como corsario…
Los mercantes genoveses eran famosos por hacer de trato poco amable sus negocios, que de un lado le vendían las piezas de metal bajo el aseguramiento de ser las originales, pero que de conocedores no lo eran, y por ello se hicieron de enemigos en pocos años de compradores que les venían hacer por la paga, un buen amigo llamado Casanove birlaba los puertos bajo el mando de una fragata de gran velocidad llamado el Centuria, un potente puente de más de seis lombardas por babor y estribor.
Fue contratado por los mercaderes genoveses para protección, así, los ingleses pondrían mayor atención al comercio y menos a la fechoría de hacerles pagar tal osadía de lograr comercializar piezas de pasar por las de origen.
Vinos, barricas, pieles, alfombras y joyas eran subastadas al mayor precio de aquel que realmente eran valuadas, pero cuando lograban que piezas originales fueran obtenidas por los ingleses el precio era exagerado y poco pegado a lo real.
Ocurrió que un príncipe de las tierras de la Lombardía fue a comerciar al mercado de pieles —el más importante de Europa— los genoveses le hicieron las pacas de brillante celeste curtido, tonos albos y luces destellaban de tan fina ocasión.
Al llegar el lombardo a sus aposentos descubrió que solo las finas pieles eran la de por encima, la paca total eran simples pieles de becerra mal curtida.
¡El enojo fue tal que conmovió a varios de los ingleses y comenzaron a cañonear las fragatas mercantes de los genoveses! a lo que el cuidador Casanove tomó a punto el Centuria y las hostilidades no tardaron en iluminar las nocturnas tardes del puerto de Aberdeen.
Los destrozos que el Centuria hacía dejaban boquetes, fogones, astas y castillos en miles de astillas salían destrozadas, desmembrados por todo el puerto, hundimientos de fragatas completas encallaron en el puerto, los mares se vistieron de grana, los muertos se contaban y no podían reconocerse, el miedo invadía al príncipe lombardo que juró regresar para cobrar tal afrenta.
El joven Casanove dio por concluida su misión de protector de comerciantes, no sin antes cobrar sus servicios al costo y vuelta más elevado por los conocidos, inimaginable precio por salvar las cabezas de los comerciantes más logros de aquellos tiempos, que hasta el día de hoy le siguen dando menesteres por iguala, como escriba de corte.
A partir de esos tiempos logró hacerse de las naves de mayor importancia, su acaudalado lar le permitió acercarse a la corte española, haciéndose pasar por uno de los navegantes genoveses y borrando por siempre su estirpe, mismos que nos discutían de tan noble sangre, ni por menos, no de castas de los invasores de Castilla sino de propios judíos, que recitaba sus ancestros a los once de edad.
Ese navegante era astuto como el que más, su fortuna le permitió contar una historia diferente, aquella que en las cortes es digna de escuchar, de la cual solo la hazaña mayor sería hacer retumbar su descendencia por todo el orbe.
—¿Qué nombre consideras sería el propio para un judío que se insertara en la corte de España sin levantar enigma alguno? — preguntó al bachiller.
—No le imagino.
—¡Cristóforo Colombus!… que neologismo tan atinado, un conjunto de dos perspectivas, que de ello nadie supiera, que de si se redactó en escribanos y que se dio fe, gracias a la fortuna del Casanove y su protección a los comerciantes que obsequiaron cuna, estirpe y su inserción a la corte de Génova.
El Bachiller quedó pensativo mientras sorbe un trago más del delicioso borbón, sus imaginaciones no daban con la majestuosidad del Almirante, ahora cano, con marcas fuertes de su enfermedad y con los ojos profundos de un hombre de mar, tatuajes de corsario se asoman por sus flácidos brazos una vez rellenos de fortaleza.
Un medallón colgado en su pecho le hace saber de los favores de la corona española y de los reyes católicos, una risa sale del bachiller al observar las letras de la circuncisión dorada:
«Fideles Casanove – Genova 1476
Continuará…