AUGUSTO ISLA
En una conversación con Gerd Bergfleth, celebrada el 5 de junio de 1984, Cioran compara el acto de escribir con el de comer: la buena comida tiene semejanza con la expresión correcta. Según el pensador rumano, fue en París, a sus veintisiete años, cuando él descubrió que la comida, ese “envilecimiento cotidiano”, era algo notable y excepcional, un ritual, un fruto de la civilización, pues en su natal Rumania solo comía, como un animal salvaje, sin apreciar los sabores, llevándose a la boca el alimento instintivamente. No deja de ser extraño que esto lo haya dicho el hijo de un sacerdote ortodoxo que leía en varias lenguas. Pero en algo tiene razón: cultura y nutrición van siempre de la mano, aunque no era necesario ir a dar a París para percatarse de una verdad tan banal. Hace unos años vi una película de Zhang Yimou, Camino a Casa, poema elegiaco, historia de amor, tributo a las tradiciones del pueblo chino. Aunque el asunto principal no es la comida, en un momento dado, una jovencita aldeana, protagonista del relato, trata de llamar la atención de un profesor recién llegado, joven como ella; el anzuelo es el alimento que prepara con esmero conmovedor. ¿Un plato de hongos, un poco de arroz envuelto en hojas de loto? No se sabe bien a bien. Lo importante es verla en aquella cocina arcaica mover las manos con parsimonia tanto para guisar como para disponer el platillo en una bandeja de cerámica, “reliquia de la familia”, que, finalmente, habrá de cubrir con un lienzo surgido de un telar de cintura que forma parte de aquella humilde choza.
Más que de un envilecimiento cotidiano, el relato nos habla de una solemnidad, de un señorío que acompaña el diario vivir de los pueblos civilizados, así se trate de comunidades apartadas en rango y distancia de las élites habitantes de los ámbitos palaciegos, donde la comida de los reyes se convirtió en un espectáculo grotesco como ocurrió en Francia, sobre todo después del reinado de Luis XIV. En chozas o palacios, la comida ha llegado a ser un signo de identidad colectiva: desde las comunidades primitivas hasta las naciones modernas. No se trata sólo de comer, sino de comer bien, hacer del comer un arte. Todo en el hombre, hasta lo más insignificante como el caminar, se transforma en un acto intelectual. No puedo pasar por alto el ensayo de William Hazlitt, On going a journey: “el alma de una caminata es la libertad perfecta de pensar, sentir y hacer exactamente lo que uno quiera”. ¿Por qué entonces la comida no habría de ser una obra de cultura?: lo que se come y el modo en que se come; lo permitido y lo prohibido. Por medio de la comida, los hombres se enlazan con lo sagrado y fraternizan entre sí. La teoría de la fiesta, como lo sostiene Roger Caillois, se erige sobre el desenfreno sexual y alimentario, en contraste con la moderación cotidiana.
Cuando los mexicanos celebran algo, el nacimiento o la unión conyugal, se dice que “echan la casa por la ventana”. Bendición y derroche se funden en abrazo cordial: en la insólita variedad de los moles despierta el alma Barroca de México. A mí me gusta preparar el de piñón, que utilizo como un sustituto del cacahuate, con poco picante para dar realce a esa fina semilla, y lo acompaño con un tamal neutro, pero chile y maíz siguen siendo los enunciados básicos del lenguaje culinario de estas tierras, abundantes en frutos, en estricta correspondencia con la imaginación de las mujeres que encienden los fogones.
Todos los pueblos cultos se vanaglorian de su arte culinario. Y el mexicano lo es. La retórica visual de Agustín Arrieta, Olga Costa, María Izquierdo, Frida Kahlo, expresa muy bien el sentimiento del orgullo mexicano por contar no sólo con una rica biodiversidad, sino también con una de las cocinas más opulentas del mundo, que extrae incluso del jardín el extravagante sabor de las flores: flores de calabaza, de colorín, pétalos de rosa, de crisantemo. Formas y colores esplenden en las mesas y en la pintura: no olvido las sandías de Rufino Tamayo, las granadas de Eva Zepeda, los pimientos de Luis Nishizawa, los espárragos de Luis García Guerrero.
Y sin embargo, este discurso gastronómico me lleva, fatalmente, al campo de la desigualdad social, de esa carencia alimentaria que padecen docenas de millones de mexicanos que viven en la pobreza, resultado de una conducción política inepta, de una economía en manos de acaparadores insaciables. De suerte que a despecho de la exuberancia natural y de una refinada tradición cultural, nuestro cuerpo social se halla mortalmente herido, no sólo por la pobreza que nos aqueja, sino por los malos hábitos alimentarios y sus consecuencias: cunden la obesidad, las enfermedades crónico-degenerativas como la diabetes que obligan a erogaciones extraordinarias en materia de salud. Víctima de la propaganda y de la prisa urbana, nuestro pueblo consume, voraz, comida-chatarra, basura callejera, bebidas gaseosas.
Pero la tragedia ya no es solamente nacional. La economía-mundo, es decir, la mundialización de la economía ha traído consigo el comienzo de un colapso planetario, en materia alimenticia: millones de niños padecen de hambre en el mundo. La amenaza crece en este momento de crisis. Desde esta perspectiva global, el contraste es irritante. Si por un lado se fusionan las grandes cocinas del mundo y proliferan libros, revistas, programas de televisión, escuelas de gastronomía que exaltan la infinita variedad de las delicias culinarias, por otro se expande la hambruna: en este sentido, la estética frívola de los cocineros profesionales ofende los principios más elementales de una ética humanista; estas consideraciones no me llevarán, en lo personal, a comer como un gorrión, tal lo hacía Simone Weil, afligida por la miseria de los otros, pero tampoco las puedo dejar a un lado.
Independientemente de que el capitalismo, con su disfraz democrático, no pueda ser sentenciado en términos morales pese a su dictadura económica, bien sabemos lo que su lógica del beneficio desencadena. Así, como lo sostiene Leonardo Boff, conocido teólogo de la liberación, “nos hallamos en una encrucijada de la historia humana, en la cual, o somos capaces de crear unas relaciones multipolares de poder, equitativas e incluyentes, invirtiendo copiosamente en la calidad total de la vida, para que todos puedan disponer de una alimentación y una vivienda mínimamente dignas (…) o de lo contrario estaremos avocados a lo peor (…) Resulta urgente, por tanto, que la sabiduría prevalezca sobre el poder, y la espiritualidad sobre la acumulación de bienes materiales. Sólo así podrán los pueblos abrazarse como hermanos en la misma Casa Común, la tierra, e irradiar como hijos e hijas de la alegría y no como condenados al valle de lágrimas”.
Pero ¿quién tomará la urgencia? ¿Dónde están las fuerzas que harán posible ese viraje histórico; dónde los líderes políticos capaces de tal hazaña; dónde las masas aquí y allá impotentes, envilecidas ya por el bienestar, ya por las carencias? Dejo a un lado la perorata candorosa del teólogo. Me quedo con el amargo convencimiento de que una civilización tan excluyente como la nuestra está próxima a su fin. Entre tanto, en lo que me resta de vida, acudiré como siempre a los mercados y tomaré lo que esté a mi alcance; seguiré indagando las costumbres alimentarias de estos y aquellos litorales. Preparar mis alimentos es algo que, en mí, suple otras torpezas manuales. Es una herencia familiar, casi un don, un modo de decir te quiero. Para mi vida en solitario, prefiero la comida frugal; para halagar a quienes amo, no renuncio a la preparación de un buen plato mexicano, una pasta italiana, un antojo francés, un pollo sazonado con curry, un menú libanés… Aunque tenga siempre presente, irónico telón de fondo, el cuadro aquél en el que Brueghel retrata a unos hombres corpulentos durmiendo la siesta después de hartarse. Pues que Jauja, el cuadro del viejo flamenco, es un echarnos en cara que el reino de la abundancia para unos cuantos es también, para los más, un desierto de hambruna y muerte.