QUERETALIA
La contaminación auditiva no solamente es propia de mercados, tianguis, centro histórico queretano, avenida Zaragoza o de alguna farmacia similar anunciando sus productos con una botarga ridícula y un pobre adolescente –necesitado- soportando calores y mentadas de madre de los peatones, además del infernal sonido que paga su patrón. No señores, ese inmundo ambiente ya se propagó a todas partes: en las escuelas básicas siempre a la hora del recreo; desde hace mucho tiempo en los antros propios de golfas y golfos descerebrados a donde acuden a quemar sus pocas neuronas. Después, esta maldita costumbre de dizque música a todo volumen llegó a los bares y a las pulquerías, donde ya es imposible reposar una cruda matutina porque nunca falta el pinche loco que llega a poner en la máquina a grandes decibeles dizque música grupera, de banda, reggaetón, tambora y bajo sexto que son -para un conocedor melómano- una verdadera mentada de madre: siquiera pusieran la música de cantina que oían los abuelos, como eran las interpretaciones finas de Jorge Negrete, las populares de Pedro Infante y Javier Solís o las muy cantineras y etílicas de José Alfredo Jiménez y Cuco Sánchez. ¡Hasta para ser naco hay que saber señores!
Pero viene lo pior (diría Paco Guerra Malo) amigos míos: con esos volúmenes tan altos de sonido uno se expone a que si te habla tu jefe, tu vieja, tu novia o una hija celosa, éstas crean que estás metido en un antro o en una pachanga en lugar de estar en tus sagrados deberes. Sí amigos: uno va caminando inocentemente por afuera de una tienda departamental y de repente suena el celular, contestas y, al oír tu interlocutor el chingao escándalo, se burla de ti o te regaña pensando que andas en el desmadre total. Los que deveras andan en el despapaye tienen la precaución de salirse a la calle a contestar hipócritamente, como los clientes del doctor y curandero Juan Ayala Ruiz, que tiene oídos de campanero, porque defiende a toda costa esa chinche costumbre de fregar el oído del prójimo, siendo que él se formó con los cantineros de antes, con los que permitían la plática entre parroquianos y no gritos desaforados.
Pero donde sí me dije que ¡no era posible! es cuando te metes a La Marquesa a un desayuno gourmet con omelette de claras y espinacas al queso de cabra -el lugar amenizado por su pianista elegante interpretando a Lennon a la hora del desayuno- y te llaman, contestas y te empiezan a chingar con aquello de que ¿dónde andas? Mi jefe o sus gatos son re desconfiados y luego luego piensan que uno anda como “La Chupitos”.
Igual te pasa en el muy orgánico y elegante Ticua, enfrente del temible Sat de Hacienda Federal, donde desayunas rica comida del Sureste mexicano y, como tienen a todo volumen música yucateca, oaxaqueña, chiapaneca y campechana, tienes que salirte hasta San Agustín para disimular el ruido. No vayan a pensar los maloras de siempre que estoy con un café tehuano embarrado con gotitas de mezcal “Pechuga de Pavo”. Lo mismo se da con la buena música de los restaurantes ubicados en La Plaza de Armas: Entre el “1810” y “Chucho El Roto” hay coordinación entre los pianistas e intérpretes y como sea es música fina, pero cuando llegan los mariachis a “El Josefas”, en la antigua casona de Rafael Camacho Guzmán, suena a Plaza Garibaldi y hasta al gobernador en turno despiertan por estar justo enfrente a la Casa de Gobierno.
¡O le bajan a su ruido caones o los que nos llaman nos dan el favor de su confianza! ¡No hay de otra! Les vendo un puerco ruidoso y sordo.