VENENO PURO
Soñé, todavía es posible, con una Navidad blanca. No la artificial que impone a una parte del Zócalo el hielo para el disfrute de los patinadores –escasos si los comparamos al total de una población cuya cultura no incluye las llamadas festividades del invierno estadounidense-, y regocijo de los curiosos que, a falta de poder adquisitivo, se animan observando en silencio solo roto cuando alguien de los activos sucumbe irremisiblemente ante la ausencia de equilibrio. Las risotadas son enormes y no pocos manifiestan su sorpresa ante un paisaje que, desde luego, no nos pertenece y es tan ajeno como el de los pingüinos al sur del continente; aún con algunas reproducciones en los zoológicos las muestras nos siguen pareciendo exóticas y lejanas.
La Navidad blanca con la cual entré al paraíso de la irrealidad –o la fantasía, si no creemos en la sentencia de que cuanto pensamos adormecidos, en la oscuridad de la noche, encuadran en las premoniciones-, no tiene que ver con la nieve, tan poco frecuente como los actos de justicia en el centro de la República y solo presente en algunos sitios del norte, sino con la urgencia de frenar la barbarie, dejar de observar a sujetos patibularios andando al lado nuestro y convencidos que portar una cadena de oro les hace tan superiores como para abrirles el paso en las estrechas banquetas o en los pasos peatonales artificiales en donde las obras públicas huelen a complicidades y corrupción.
Hace unos días, por cierto, uno de los trabajadores contratados para modificar las avenidas de Polanco, acaso uno de los sitios de la capital en donde menos falta hacía esta millonaria inversión, me abordó con voz muy suave, como si quisiera hablar en silencio lo que, naturalmente, es imposible y me susurró:
–Oiga… fíjese que nos encontramos una pulsera de oro cuando escarbábamos; ¿quiere verla?
La vi, por curiosidad. Y aunque parecía una artesanía azteca propia de un museo recordé que esta sección de la inmensa Ciudad de México era un islote alejado de la Gran Tenochtitlán por lo cual era poco probable desenterrar piezas prehispánicas; acaso, dicho con el mayor respeto, podrían encontrarse algunas Menorah, el tridente del pueblo israelí utilizado para las grandes celebraciones, considerando que esta colonia defeña fue, durante muchos años, casi exclusivo de la comunidad judaica. Por cierto, no faltan lugares en donde pueda apreciarse este símbolo, incluso en centros comerciales como Antara muy cerca de lo que se denomina ya “Ciudad Slim”, el segundo gran espejismo de la urbe magna en paralelo con Santa Fe.
Pretendí explicarle al humilde obrero la realidad y con el rostro sonrojado y la cabeza baja -¡nunca deberíamos admitir esta postración!-, me suplicó:
–Por favor, no le diga a nadie… es mi Navidad.
–¿Y a quién podría decirle? ¿A un policía que seguramente haría el negocio él a costa de usted? No, mi amigo, soy mexicano y, por desgracia, no confío en las autoridades.
Lo dije y me quedé petrificado. ¿Estaba estigmatizando a mi país, a mi propio entorno, tan entrañable y amado? Por un momento quise rectificar pero ya no alcancé al ofertante y, entonces, también perdí la vista por el mal amalgamado cemento de las escarpas agrietadas por haber sido construidas con una amalgama amoral para hacer rendir más las famosas “comisiones” con las cuales los funcionarios de la “high-life” pueden disponer de suficientes fondos para construirse mansiones en Las Lomas, en Huixquilucan o en Malinalco. Y en otros sitios, como Valle de Bravo o Ixtapa de la Sal –favorita para el descanso, cuando no viaja con su novia, de un tal señor Peña-, aunque alrededor pululen las mafias más terribles, los monstruos bípedos para quienes la vida solo es la de cada uno de ellos, perentoria y por ende provocadora para obtener placeres sin límites para desquitarse del horror de la miseria, como la que muchos de los sicarios padecieron en sus terribles, obsesivas infancias.
Por las alcobas
No son pocos quienes creen que el flagelo de la miseria, aunque pretendamos cubrir de blanco el ámbito mágico de nuestro México, es el origen de la violencia desatada e imparable en una nación viciada por el narcotráfico; ven sólo el primer árbol de un bosque infectado que se prolonga hasta el norte, allí donde perviven todas las hipocresías y se coopta a las multitudes con inventos como el abuelo de la barba blanca y el uniforme colorado que fue símbolo de la Coca-Cola gracias a la cual, entre tantas cosas, surgió un presidente de la República, Vicente Fox, quien resultó un miserable apátrida creyendo que la nación entera era solo una empresa particular para ser administrada por los grandes consorcios trasnacionales; tenía esta formación y no pudo sacudírsela.
La blanca Navidad en México suele ser gris por los nubarrones en el cielo.